Hablemos de independencia

Nuestra realidad no es binaria, supera por mucho la dicotomía entre el sí o el no

30 septiembre 2017 11:04 | Actualizado a 30 septiembre 2017 11:06
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Esto, dicen, va de democracia. Este es el eslogan magnético del Procés, y el leitmotiv en el que el Gobierno se ampara para asegurar su autoridad en Cataluña. Pero, más allá del juego dialéctico que es propio de la esfera política (terreno, por cierto, visible y preocupantemente desgastado), en verdad, ¿de qué va esto?

El Estado democrático de derecho, como estipula el art. 1 de la Constitución española que es el nuestro (dejo a un lado, intencionadamente, la condición social), se asienta sobre dos premisas esenciales: el principio democrático y el imperio de la ley. La reducción del primero y la elasticidad del segundo, nos ha conducido a un escenario polarizado, a aporías indisolubles, a argumentos, a priori, antagónicos. Sin embargo, es curioso que las posiciones del Gobierno de España y del Govern, comparten la premisa político-constitucional: consideran que la existencia y organización del Estado tiene su origen en un pueblo soberano, ilimitado jurídicamente. Y, al margen de ambigüedades tácticas y de la potente escenografía, de esto va, aparentemente, la cosa: de soberanía.

¿Es posible debatir sobre el último concepto? No. Esta es precisamente la postura irreconciliable. La que el Estado defiende por la vía de la penalización y de la fuerza; también, por otra parte, el que el Referéndum pretende resolver por la vía unilateral. Efectivamente, ambas lo mitifican, pero lo que pretendo destacar aquí es que ninguna es la más democrática de las soluciones. 
Cierto, la voluntad popular no puede expresarse al margen de la ley; no es válida la simplificación del concepto de democracia del Govern (este referéndum está viciado por múltiples razones, basta con citar la lamentable falla en el procedimiento que tramitó las leyes que lo abalan). No lo es menos que una visión fundamentalista de la legalidad vigente, que pese a las múltiples advertencias siquiera ha intentado reformarse, no puede negar la expresión de dicha voluntad, que existe, hasta obturarla (¿o es que ahora se puede reprimir en su nombre?). 

Por tanto, señores, ¡y tanto que esto va de democracia! Pero, nuestra realidad no es binaria, supera por mucho la dicotomía sí o no. Al menos en nuestro modelo jurídico-político, la democracia es el resultado de la aplicación simultánea de ambos principios, el democrático y el de legalidad, debidamente armonizados. 

En consecuencia, acudiré a eso que llaman interés general (ya discutiremos qué tiene de general), emplearé los términos eufemísticos de nuestra Constitución, para constatar la necesidad de permitir que las nacionalidades históricas también, si así lo desean, las regiones que forman parte de España se replanteen y decidan, en su caso, mediante referéndum su modelo de encaje en el Estado. Más aún cuando hay una clara, firme y manifiesta voluntad de hacerlo por una amplia mayoría (cualificada) del Parlament, institución que no es necesario recordar representa al conjunto de la ciudadanía catalana. Hay que discutir y pactar, evidentemente, el tipo y las condiciones de dicho referéndum y, a partir de aquí asumir el riesgo y que cada uno que apueste por eso que más le ilusione.

Convendría, creo, no esperar al 1-O para reemprender el juego. Hemos entrado ya en la pura perversión. El aumento de la desafección y la crispación no hace sino dificultar, aún más, la tarea verdaderamente difícil: restituir un marco jurídico-político de convivencia básico que restablezca la normalidad en Cataluña y en el resto de España. Es momento de afrontar este conflicto que perturba la política desde hace más de un siglo, de que conozcamos si la verdad tiene más de consenso que de verdad; o a la inversa. I, aceptarlo. 

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