La fe de hoy

Muchas veces se ha criticado al cristianismo diciendo que el creyente debe renunciar a la razón para hacer el acto de fe. Sin embargo, conviene recordar que creer es una actitud muy humana

12 septiembre 2020 07:20 | Actualizado a 12 septiembre 2020 07:41
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La fe es un acto plenamente humano. Responde al anhelo de plenitud manifestado de diversos modos en la existencia humana. En su realización intervienen de un modo absolutamente necesario todas las dimensiones que definen al hombre: inteligencia, voluntad, afectos, disposiciones, hábitos… La fe cristina arraiga y se edifica en la estructura de la fe humana. En algunos ambientes racionalistas se ha contrapuesto creer y saber. Así las cosas, el conocimiento que proviene de la fe no es apreciado porque, según este planteamiento, supondría la renuncia a conocer algo por uno mismo.

Ciertamente la fe implica un conocimiento por el testimonio de otro y no por uno mismo, pero, esto no supone de ninguna manera la descalificación del conocimiento de la fe.

Muchas veces se ha criticado al cristianismo diciendo que el creyente debe renunciar a la razón para hacer el acto de fe, expresando así que la fe sería un acto de una persona inmadura e ingenua, algo propio de un niño. Sin embargo, conviene recordar que creer es una actitud muy humana.

Cabe distinguir dos formas de conocer; ver y creer. «Ver» nos lleva directamente a la verdad, ya sea por demostración, por intuición, por experimentación o por simple evidencia. Sin embargo, «creer» se refiere siempre a lo no evidente. Sólo se puede creer lo que no se ve. Por eso se suele representar a la virtud de la fe como una mujer con los ojos vendados. Creer es aceptar el testimonio de otra persona que ve. Para ello es necesario, en primer lugar, que el testigo sea fidedigno. Sería aventurado, por ejemplo, aceptar el testimonio de una persona que no es digna de confianza. En segundo lugar, se requiere que su mensaje sea creíble y ofrezca suficientes garantías.

Además, creer en Dios no es una realidad radicalmente nueva en el ser humano incompatible con la dinámica propia de su conocer y de su existir. Aunque siempre implica una novedad en el hombre, el acto de fe no contradice su naturaleza propia, sino que se aumenta necesariamente en ella.

Este catelescopio religioso ha contribuido a que el término ateísmo que tradicionalmente sugería una situación voluntaria, consciente de rechazo y alejamiento de Dios, haya sido desplazado por el término increencia que engloba además de las antiguas formas de relación de Dios otros nuevos modelos.

Cuando decimos «yo creo» podemos referirnos a cosas muy dispares, pero no tanto porque el objetivo de la fe pueda ser uno u otro, sino porque el mismo verbo «creer» posee sentidos muy diversos. Por ejemplo, puede referirse a opinar: «creo que lloverá mañana»; admitir una creencia: «creo en las hadas»; apostar por un ideal, un personaje o una institución: «creo en la justicia»; a confiar en alguien: «creo en mi amigo»; y admitir la creencia de Dios.

Todas estas acciones de creer son muy distintas porque suponen presupuestos muy diferentes e implican consecuencias muy dispares. Así pues, creer en el sentido cristiano es mucho más que opinar, tener creencias o suponer. Significa aceptar la Revelación de Dios que ha salido al encuentro de los hombres, que los invita, les habla y los insta a ser amigos suyos.Podemos afirmar que Revelación y fe son dos conceptos correlativos, que se reclaman mutuamente. Teológicamente, Dios no puede ser comparado como un rival o un enemigo del ser humano, al contrario. Sólo desde Dios la dignidad humana alcanza la importancia que le corresponde.

Cabe decir que el ateísmo como tal no es un fenómeno original, sino derivado. El hombre tiene una vocación constitutiva a la vida divina y a la comunión con Dios. Así pues, el ateísmo es considerado como un fenómeno derivado. No originario. Por esta razón el ateísmo contradice y falsea la estructura misma del ser humano.

La tensión dialéctica entre el hombre y Dios que plantea el ateísmo contemporáneo se resuelve en la persona de Jesucristo, en que todos los hombres han renacido a una vida nueva, cuya dignidad supera las legítimas aspiraciones del corazón humano.

La credibilidad de la Iglesia es sumamente importante en la encrucijada historia actual ya que una de las principales dificultades que hoy encuentra el cristianismo es la imagen falsa o deformada de la Iglesia que está defendida por grandes sectores de la opinión pública. Ello entorpece, desgraciadamente, que muchas personas se acerquen al cristianismo e incluso muchos católicos puedan sucumbir al eslogan que estuvo de moda hace unos años: «Cristo sí, la Iglesia no»; no sentirse identificados plenamente con lo que la Iglesia enseña por pensar que lo esencial de la fe es la relación directa y personal con Dios, sin intermediarios, o quizá por considerar que sólo la propia razón es principio de conocimiento de la verdad y la única fuente de autoridad.

F.  de Xavier Fortuny Torres. Diploma Teología Bíblica Universidad de Navarra

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