La realidad de Catalunya es tozuda

Tras tres elecciones ‘decisivas’ con similares conclusiones, los políticos no pueden seguir esperando que los problemas del país los resuelvan las urnas

15 febrero 2021 10:39 | Actualizado a 15 febrero 2021 10:52
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Pocas veces una realidad política ha quedado tan confirmada reiteradamente elección tras elección. Catalunya lleva tres elecciones consideradas decisivas desde que Artur Mas anunciase la convocatoria de los comicios «plebiscitarios» de 2015 y los resultados de todas ellas son tozudamente similares en cuanto al meollo de la cuestión, es decir, el equilibrio de fuerzas entre el independentismo y los partidos contrarios a la secesión. Incluso las cifras concretas que marcan esta división –el 50% aproximado que se reparten ambos bloques– se empeñan en ser parecidas, cualesquiera que sea la participación. 

Así las cosas, los políticos no pueden seguir esperando que sean las urnas las que resuelvan los problemas del país y deben ser capaces de dar pasos hacia algún tipo de entendimiento. Prolongar por más tiempo el bloqueo político sirve para mantenerse a resguardo de las acusaciones de traición hacia una patria o la otra, pero condenan a Catalunya –y cada vez más a España– a escenarios dañinos para el progreso, la convivencia y el propio sistema. No hay que pedirle a nadie que renuncie a sus ideas ni deje de luchar por el modelo de país en que crea, pero si hay que exigirle que mientras tanto gestione la realidad pensando en mejorar lo presente, o al menos no empeorarlo.

La otra gran lección del 14-F, que también habían apuntado todas las anteriores convocatorias, es que el independentismo sigue fuerte y es una opción sólidamente asumida por la mitad de los catalanes. No puede ser de otra manera mientras se mantenga la situación de los presos, exiliados y demás represaliados. La causa general emprendida por una parte de los poderes del Estado, con actuaciones judiciales y policiales impropias de una democracia plena –por utilizar un término en boga– sólo ha conseguido cohesionar a los soberanistas y compensar las sacudidas que reciben desde su propio bando en forma de división, frustraciones y desgobierno. Así lo refleja el gran resultado de ERC, el hecho que JxCat haya estado luchando por la victoria y el subidón de la CUP. 

Dicho esto, los comicios de ayer también han deparado cambios muy relevantes. El PSC, que hace poco más de tres años estaba hundido en la miseria, ha vuelto a ganar las elecciones catalanas. Los medios lo hemos bautizado como efecto Illa, pero a mi juicio este resultado es inherente al efecto Sánchez. El presidente del Gobierno es uno de los que salen triunfadores de la jornada, o cuando menos el que sale más aliviado, tanto por la victoria socialista como por el descalabro de Ciudadanos y el Partido Popular, que van a tener que apechugar con una muy difícil digestión de semejante desastre, especialmente por sus repercusiones a nivel estatal, donde Inés Arrimadas y Pablo Casado han vivido una de sus noches más negras. Para colmo de males para ambos, el sumatorio de la izquierda –PSC, En Comú Podem, ERC y CUP– es el que sale mejor parado ideológicamente.

Buenas noticias también para ERC, que por primera vez es la fuerza independentista más votada, lo que le asegura la presidencia de la Generalitat y refuerza sus posiciones en Madrid, donde podrá seguir siendo decisiva. Algunos caminos le habrían sido difícilmente transitables si el resultado hubiese sido otro.

El resultado de JxCat, aunque bueno, abre muchos interrogantes sobre el papel que pueda jugar Puigdemont en esta nueva etapa, aunque es de suponer que el Tribunal Supremo o el Borrell de turno insistirán en seguir haciendo el ridículo por Europa y manteniendo al expresident en el candelero.

Probablemente, uno de los factores que puede explicar el trasvase de votos en el seno de cada bloque es la percepción del voto inútil que muchos electores pueden haber tenido respecto a la papeleta que depositaron en 2017.

Esto es especialmente claro en el caso de Ciudadanos. En primer lugar, algunos de los cientos de miles de catalanes que vieron en el partido naranja la mejor plataforma para expresar su rechazo a la independencia, quizá ya no entendieron que Arrimadas ni siquiera presentase su candidatura a presidenta en la sesión de investidura del Parlament. Pero lo que vino después, con Albert Rivera malbaratando el papel decisivo que había conseguido en el Congreso, seguramente les animó a buscar alternativas más provechosas. Por un lado hacia el PSC. Que el partido que encabeza el bando constitucionalista apueste por el dialogo no es un cambio menor. Y, por otro, hacia Vox. Que una formación intolerante y xenófoba sea la cuarta fuerza política en el Parlament tampoco es poca cosa. Confirma que Catalunya no es una sociedad muy distinta a la de cualquier otro país del mundo sometido a los avances del populismo de extrema derecha.

En menor medida, también el síndrome del voto inútil ha cambiado algunas cosas en el bloque independentista y probablemente le ha costado el liderazgo a JxCat. Algunos de sus electores se habrán ido a la abstención, o a la CUP, o al PDeCAT –que finalmente no ha conseguido representación–, unos desilusionados por los nulos avances hacia el estado propio, otros por la falta de respeto de Torra a la inteligencia de los catalanes cuando asumió la presidencia y dijo que iba a implementar la República, y todos por ocurrencias como aquella del «apreteu, apreteu» paralela a las cargas de los Mossos.

Aunque propiciado por muchos otros factores, el 46% de abstención es sin duda un buen epitafio para esta etapa de desgobierno en Catalunya. Tras un año de pandemia con unas elecciones pendientes, para lo único que el Govern fue capaz de mover un dedo fue para intentar aplazarlas chapuceramente.

Josep Cruset Vallverdú: Historiador y periodista.

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