Lo posible

La controversia entre unionistas y separatistas se pudre en un laberinto sin salida

19 mayo 2017 16:23 | Actualizado a 24 diciembre 2019 23:00
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Los movimientos que últimamente estamos observando en torno al proceso soberanista evidencian que el conflicto político y jurídico, lejos de amainarse, ha entrado en una espiral de creciente recrudecimiento. La constatación de que sólo el acuerdo y la transacción permitirían desenredar el actual embrollo institucional, confirmada con el paso del tiempo, debería haber forzado a las partes a entrar en razón. Nada más lejos de la realidad.

El gobierno español no se ha movido un milímetro de su unívoca estrategia basada en el estricto cumplimiento legal (la tan cacareada “operación diálogo” ni está ni se la espera) mientras las huestes independentistas siguen repitiendo los mismos lemas de los últimos años, con la lógica esperanza de mantener inflado el soufflé que siguió a la tormenta perfecta: creciente desprestigio de los pilares orgánicos del edificio constitucional, rodillo recentralizador derivado de la mayoría absoluta popular, torpe sentencia sobre el Estatut, crisis económica global, sordera monclovita ante las demandas de asimetría autonómica, desmoronamiento del estado del bienestar, etc.

Analizando los argumentos que alimentan ambas posturas, podemos concluir que el posicionamiento unionista se asienta básicamente en dos afirmaciones incontestables. En primer lugar, todos tenemos la obligación de respetar y acatar las leyes, empezando por quienes ejercen un poder público (me gustaría ver la cara de cualquier inspector de la Generalitat si le dijera que sólo cumplo las leyes que me parecen justas).

Por otro lado, la imposibilidad constitucional de reconocer el derecho de autodeterminación de Catalunya (el “derecho a decidir”, en la neolengua arturmasiana) se alinea con la normativa del resto de países occidentales, específicamente ratificada en tiempos recientes por los tribunales constitucionales italiano y alemán (recordemos que Londres jamás ha reconocido este derecho a Escocia, y por ello tuvo que ser el propio parlamento británico el que convocara la consulta en el ejercicio de su exclusiva soberanía).

Por su parte, el argumentario independentista también aporta algunos razonamientos de peso (junto con algún que otro eslogan digno del Paulo Coelho más indigesto). Para empezar, resulta patente que una parte sustancial de los estados que hoy integran las Naciones Unidas nacieron contraviniendo el ordenamiento jurídico del país del que se segregaron. En ese sentido, si llevásemos hasta sus últimas consecuencias la tesis que considera nulo cualquier proceso de independencia que viole las normas del estado matriz, las reuniones del pleno de la ONU podrían celebrarse en mi sala de estar.

Por otro lado, la obsesión popular por consolidar un régimen autonómico simétrico choca frontalmente con dos hechos evidentes: primero, el modelo originario ideado por los padres de la Constitución era indudablemente heterogéneo (el “café para todos” fue posterior), y segundo, el sistema asimétrico no es una posibilidad sino una realidad desde el mismo momento en que existen regímenes forales que excepcionan el modelo general. Por último, parece evidente que los llamamientos al acatamiento legal suenan a sarcasmo cuando provienen de un sistema político con graves carencias de autoridad moral, gobernado por una formación con todos sus extesoreros en el banquillo, con un exjefe del Estado cuyas amantes han sido millonariamente sobornadas con fondos públicos, con un Tribunal Constitucional presidido por un militante del partido gubernamental, etc.

En un diálogo con vocación constructiva, los argumentos expuestos por una y otra parte deberían servir para encontrar puntos de encuentro, y como decía el recientemente fallecido Tzvetan Todorov a propósito de la historia, para “salir de la ilusión maniquea en la que a menudo nos encierra la memoria, con la división de la humanidad en dos compartimentos estancos, buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables”.

Por el contrario, la controversia entre unionistas y separatistas se pudre en un laberinto sin salida, atenazada por la telaraña de una discusión bizantina sobre legalidad, soberanía y legitimidad: los primeros defienden que no cabe una legitimidad que vulnere la soberanía reconocida por la ley, mientras los segundos sólo reconocen una soberanía que les legitima para crear su propia legalidad. A la vista de que parece imposible un acuerdo sobre lo justo, quizás debamos trasladar el debate a un concepto quizás menos ambicioso pero probablemente más fecundo: lo posible.

La historia reciente nos enseña que, desde un punto de vista estrictamente pragmático, existen tres vías fundamentales para lograr que la comunidad internacional reconozca mayoritariamente un proceso de independencia.

En primer lugar tenemos la vía escocesa, que se sustenta en el cumplimiento escrupuloso del ordenamiento jurídico del estado matriz, y que sólo requiere la mitad más uno de los sufragios internos para lograr su objetivo.

Por otro lado encontramos la vía kosovar, cuyos promotores se pudieron permitir el lujo de despreciar la legalidad previa porque contaban con un padrino todopoderoso (en el caso de la pequeña república balcánica, Estados Unidos).

Y por último también disponemos de la vía lituana, que demostró su efectividad en contra del ordenamiento jurídico previo y sin contar con respaldos internacionales relevantes, gracias a la existencia de un clamor popular abrumador (recordemos que en el referéndum lituano votó a favor de la secesión el 93% de la población).

El proceso catalán ha intentado asumir sucesivamente los tres modelos. Primero intentó pactar una consulta con el Estado, un objetivo que se ha confirmado ilusorio (al menos, a corto plazo). Después procuró internacionalizar el conflicto para recabar apoyos de peso, una estrategia cuyo fracaso quedó patente en la reciente conferencia del president Puigdemont en Bruselas a la que no asistió ningún alto dirigente de la UE.

Sólo queda la vía báltica, contra la ley y sin respaldo internacional, pero ese camino exige unas mayorías aplastantes que obviamente el independentismo aún no ha concitado. Es posible, incluso probable, que algún día veamos una Catalunya independiente, pero da la sensación de que todavía no ha llegado el momento.

danelarzamendi@gmail.com

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