No es cuestión de gustos, ni de ideologías. La Zona de Bajas Emisiones (ZBE) es una realidad inevitable. Llega tarde, sí. Pero llega. Y a estas alturas, el debate ya no puede centrarse en el «sí o no», sino en el «cómo y cuándo». Y sobre todo, en el «para quién». Tarragona aprobó su ordenanza y Reus lo hará hoy, con una hoja de ruta, en este caso, que acelera el calendario: el régimen sancionador se aplicará ya en diciembre de este mismo año, en lugar de esperar a mediados de 2026, como preveía inicialmente el decreto estatal. Es un giro que responde, en parte, a la presión creciente del Ministerio de Transportes, que exige a los municipios cumplir con los plazos marcados. También al toque de atención del Defensor del Pueblo a quienes siguen demorando la implementación de esta obligación legal. Las ciudades no pueden seguir pensándose solo en clave de vehículos privados. El modelo urbano que heredamos está agotado. Toca reinventarse. Y eso implica tomar decisiones valientes. Pero valentía no debe confundirse con improvisación. La ciudadanía necesita certezas, no confusión. Aparcamientos disuasorios funcionales, un transporte público que de verdad sea competitivo, claridad en los criterios de acceso y, sobre todo, una regulación coherente.
Tarragona y Reus, tan próximas en el mapa como en el día a día de miles de personas, deben caminar en paralelo. La coordinación entre ambas será esencial para evitar agravios y para construir una movilidad metropolitana a la altura de los retos climáticos y sociales que enfrentamos. Por supuesto, hay voces críticas. Las habrá siempre. Y deben escucharse, no para frenar la medida, sino para mejorarla. Porque cambiar hábitos arraigados no es fácil. El éxito de la ZBE no depende solo de la norma, sino de cómo se aplique, cómo se comunique y cómo se acompañe. Barcelona ya vivió ese proceso: una buena idea mal explicada y peor ejecutada puede generar más rechazo que adhesión. Pero también ha demostrado que, con tiempo, ajustes y voluntad, la transformación es posible. El reloj corre. Y ya no hay margen para mirar hacia otro lado. La ZBE no es el final de nada: es el principio de otra manera de vivir y entender la ciudad. La pregunta no es si estamos listos. La pregunta es si queremos, otra vez, llegar tarde.