Cantar villancicos

Ayer nadie tocó a mi puerta para cantar un villancico. Y es una pena, porque esa es una de las tradiciones que con más cariño recuerdo de este día tan especial. A pesar de mi mala memoria, no me cuesta recordarme de niño –y de no tan niño, pues en el instituto, en el entonces COU, seguíamos haciéndolo para sacar unas perrillas para el viaje de estudios– yendo con dos amigos a cantar de puerta en puerta para que nos dieran el aguinaldo.

Éramos cientos de chavales haciendo lo mismo. Los más aventajados lo hacían con los instrumentos musicales que dominaban; yo iba con una pandereta que sacudía con vehemencia para que tapara mis gallos y ‘desafinos’. La mayoría de la gente nos recibía con agrado e ilusión, y nos esperaba con el aguinaldo ya preparado en forma de monedas o nueces y dulces. Claro que también había algunos «señores Scrooge» que se negaban a abrir la puerta. Era una costumbre bonita que me temo que se ha ido perdiendo.

Aunque aún queda esperanza. Un grupo de amigos de San Sebastián se propuso recuperar hace unos años esta tradición y, con unos txistus como único acompañamiento, sus voces y las ganas de cantar los villancicos de siempre, salen por las calles de esa ciudad. Genial. Ayer llamé a mi sobrina de 20 años y se había ido con la kuadrilla –vive en el País Vasco– a cantar villancicos por los caseríos que rodean el pueblo. Y no pude evitar emocionarme.

Porque una Nochebuena sin villancicos es menos Nochebuena. Feliz Navidad.