Mi padre es un cagaprisas. Siempre lo ha sido. Incluso ahora, cuando la vejez ha hecho mella en él y su movilidad está muy lejos de ser la que era –seguir su paso por el monte era una odisea incluso para el atleta mejor preparado–, discuto con él por esa manía tan suya de querer apearse del coche sin esperar siquiera a que haya aparcado del todo y el vehículo esté totalmente parado.
De hecho, he optado por activar el cierre de puertas para que no pueda abrirlas antes de tiempo, como se hace con los niños. Me he acordado de esa costumbre suya al ver el caso de ese hombre que hace unos días fue detenido por abrir la puerta de emergencia de un avión comercial surcoreano entre 10 y 15 minutos antes de que el vuelo aterrizara.
El pasajero, un joven que roza la treintena, aprovechó que el personal de cabina se había sentado y abrochado los cinturones para prepararse para el aterrizaje para abrir la puerta cuando el avión se encontraba volando aún a más de 200 metros de altura.
Como no podía ser de otra manera, su maniobra provocó el pánico entre los demás ocupantes del avión, aunque por fortuna ninguno de los 194 pasajeros que iban a bordo resultó herido durante el aterrizaje, si bien una docena experimentó hiperventilación y nueve tuvieron que ser hospitalizados sin pronóstico grave.
Interrogado por la policía, el hombre dijo que se agobió y que quería bajarse cuanto antes de allí. Tenía prisa. Menos mal que mi padre ya no viaja en avión. –con todo el cariño, papá–.
