Llega el día en el que ya no reconoces nada a tu alrededor. Los coches, las pantallas, la mirada de la gente por la calle, el color de su pelo y los motivos de tu ira: todo ha cambiado. Los enemigos están en casa, el stress es la norma, casi todo es inútil. La casa donde jugabas ha desaparecido. La voz que hablaba en la mesa solo está ahí en tus sueños. Ves las nuevas guerras con consternación pero con indiferencia. Las de antaño parecían mucho más claras. Había, sin duda, buenos y malos. Pero todo eso ha terminado. Ahora vives en un mundo donde nunca volverás a tener doce años. Un mundo donde los domingos son aún más vacíos, donde debes protegerte del sol, donde defecar es un arte. Un mundo como la cola de un cometa, que habitas por inercia, por costumbre, para mantener la educación. Un mundo Potemkin cada vez más difícil de creer atrapados en un bucle de aburrimiento y deseo que se sucenden como decía Schopenhauer. El deseo por algo, el aburrimiento tras obtenerlo. Y, sin embargo, ahí, en este caos transitorio, aún queda la piel, el aliento del otro y todo el bien por hacer que, a pesar de las canas en las sienes y las frentes enrejadas, sigue siendo la poca juventud que nos queda por disfrutar. Al final nos queda eso, la nostalgia y la seguridad que en los otros y su bienestar es donde está la única alternativa posible al aburrimiento eterno.