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    Ver el mundo con nuestros ojos no a través de una pantalla

    Viajemos desterrando el móvil de nuestras experiencias; volvamos a conectarnos, a crear vínculos sensitivos para valorar lo que hacemos

    03 septiembre 2023 20:54 | Actualizado a 04 septiembre 2023 06:00
    Gustau Alegret
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    Comenzó septiembre. Terminó el verano. No la estación, que lo hará el día 23, sino lo que siempre hemos conocido como ese maravilloso tiempo de desconexión, cambio de rutinas y descanso. Ese tiempo que en la infancia era de tres meses (¡un verdadero escándalo!), que en la edad adulta en España era de un mes entero (aquello de ‘Cerrado por vacaciones del 1-31 de agosto’), y que con el tiempo y a regañadientes, forzados por las crisis y el sentido común, se ha ido transformando en tres semanas seguidas. No está mal. Sigue siendo un privilegio que pocos en el mundo pueden disfrutar (en Estados Unidos, suelen ser dos semanas seguidas porque las otras dos te las guardas para el resto del año).

    Este tiempo es el de los viajes de placer, porque es en esos viajes donde logras de verdad salir de las rutinas, y que tu mente se regenere y tu ánimo se revitalice para volver con vitalidad a nuestras vidas. Viajar nos descubre ciudades, entornos, culturas... nos abre la mente y el espíritu. Nos pone en perspectiva lo que somos. Nos dimensiona en un mundo inmenso. Y todo eso lo logramos con la experiencia de viajar.

    Este año volvimos de nuevo al sur de Europa, una parte del mundo con la que me conecto, por mis raíces (vivir en Estados Unidos hace que tenga aún más valor), y por lo que valoro su cultura, su clima y su gastronomía (en ningún otro lugar del mundo que he visitado he encontrado esa combinación).

    Visitamos Portugal: Oporto, el vale do Douro, Lisboa y Comporta, en distrito de Setúbal, con sus bellísimas puestas de sol. Combiné campo y ciudad, coche y transporte público, comida rápida y restaurantes de mantel, viñedos y ruinas... Un viaje en el que me propuse conectarme con lo que vivía, crear vínculos sensitivos para valorar lo que hacía. Y eso pasó fundamentalmente por alejarme del teléfono inteligente que hoy gobierna nuestras vidas: el móvil. «Hacer como antes», me decía. Como cuando viajábamos sin más teléfono que el de una cabina de calle, hoy desaparecidas, desde las que llamábamos a la familia para decir que estábamos bien. Como cuando viajábamos con una cámara de carrete colgada al cuello para retratar algunos momentos y seguir viviendo lo que estábamos viviendo con la esperanza de que la instantánea que tomáramos hubiera quedado bien. Y descubrí las bondades de reconectarme; pero también descubrí lo esclavos que nos hemos vuelto de esos aparatos que tanto nos roban nuestra atención.

    Vi gente en castillos medievales –o lo que queda de ellos– haciendo fotos con su móvil y mirando cada una para ver cómo habían quedado mientras seguían caminando como autómatas perdiéndose la mitad del castillo; consultando el WhatsApp, el correo electrónico, o sus redes sociales en un banco mientras el sol se ponían en el horizonte ofreciendo una puesta de ensueño que sólo se puede disfrutar en ese momento; recibiendo un plato de alta cocina en la mesa al que antes de admirar con los ojos, por sus olores o texturas, o escuchar al camarero contar qué les acababa de servir, miraban la pantalla del móvil para sacar cuantas fotos pudieran, escoger una allí mismo y subirla inmediatamente a Internet perdiendo el placer de admirar el plato, sin intermediación tecnológica, para poner en valor su elección gastronómica con una explicación que sólo en ese momento podían recibir.

    Aún peor: vi a quienes arriesgando o despreciando el entorno, se subían al alféizar de una ventana gótica, o se sentaban en las almenas de una torre medieval para posar con la mirada perdida dando antes instrucciones a alguien para que los enmarcaran en una foto cuyo último propósito era figurar ante un mundo digital mientras ellos se estaban perdiendo el real.

    No soy un radical anti tecnología. Creo que estar conectados es un avance. Pero también creo que la hiperconexión a la que nos hemos dejado arrastrar nos hace no solo menos humanos; nos roba la experiencia de vivir. Nos desconecta de la realidad para construir una virtual de la que se benefician otros –las empresas tecnológicas– que han logrado entrar tanto en nuestras vidas que consiguen que les entreguemos lo más preciado que tenemos, la vida. Muchos ya no la viven como seres humanos sino como extensiones de esas plataformas a las que se entregan regalándoles contenido, regalándoles nuestra atención, con el fin último de satisfacer nuestro ego a base del número de me gusta o visualizaciones.

    Hay que hacer fotos para el recuerdo, para compartir... sí. Pero dejemos de ver el mundo a través de una pantalla para guardar los recuerdos en una memoria digital, y recuperemos el placer de verlo con nuestros ojos para guardar esas vivencias, esos recuerdos... en el corazón.

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