Meditación sobre las guerras

Ningún país se lanza a la guerra pensando en perderla, sino solo en la seguridad de ganarla, aunque después le salgan los tiros por las culatas de sus cañones
 

01 abril 2022 07:10 | Actualizado a 01 abril 2022 07:57
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Cuando tanto ruido de sables y tambores de guerra suenan en amplias zonas de Europa, resulta confortable constatar que tanto en León como en Tarragona y en España en general gozamos de una paz octaviana, a pesar de que los bandos antagónicos e impenitentes sigan profiriendo las consabidas bravatas vocingleras de siempre aunque sin que la sangre llegue al río, porque solo se trata de flatus vocis como decían los filósofos nominalistas medievales en referencia a los plateamientos del realismo platónico.

Seguro que el tema ya está archisobado, pero ante una plaga tan mortífera como la guerra, nunca estará de más tocarlo y manosearlo cuantas veces sea menester.

La guerra es una pandemia más letal de lo que fue la ébola o el paludismo en el siglo XIX, cuando las personas caían como moscas mucho antes de descubrirse la cloroquina para combatirlo. Digamos, de paso, que en el Delta del Ebro, en pleno siglo XX, todavía fui testigo de los efectos de la malaria producida por picadas de los mosquitos anopheles que poblaban los prados vírgenes de espadañas y cañizales que brotaban en las zonas cenagosas poco profundas no cultivadas. A esta enfermedad allí le llamaban cuartana porque cada cuatro días se reproducían las altas fiebres. A recordar que el Delta del Ebro fue una selva virgen hasta que empezó a cultivarse el arrozal en el siglo XIX. Y muchos de los primeros aparceros cayeron allí víctimas del paludismo. El primer pueblo que se edificó y el que más sufrió aquella pandemia en el Delta fue Camarles. Hoy día, eliminadas las ciénagas donde brotaban y vivían los mosquitos, el Delta del Ebro es un paraíso triangular de treinta kilómetros de lado, dividido a partes iguales por el río más ilustre de España. Y a este paraíso llegué yo buscando nuevos horizontes.

Dicho esto, volvamos a la guerra. No hay guerras de pequeños contra poderosos sino de poderosos contra pequeños. El mito de David contra Goliat no es más que un cuento bíblico, a todas luces improbable en la vida real.

Un país poderoso se lanza a la guerra contra un país pobre e indefenso. El poderoso abusa de su potencia y de su seguridad en la victoria. Hitler se lanzó a la guerra convencido de ganarla, y cuando la vio perdida se suicidó, no sin dejar cuarenta millones de muertos sobre la piel de Europa. Junto a él se suicidó también su pareja Eva Braun. Ningún país se lanza a la guerra pensando en perderla, sino solo en la seguridad de ganarla, aunque después le salgan los tiros por las culatas de sus cañones.

No hay guerras de pequeños contra poderosos sino de poderosos contra pequeños. El mito de David contra Goliat no es más que un cuento bíblico, a todas luces improbable en la vida real

Teniendo en cuenta todo esto, cuando un país poderoso gana una guerra y sus gerifaltes baladrean de héroes, les cuadraría mejor considerarse fanfarrones y cobardes. En realidad los héroes son los dirigentes del país vencido que aun con sus escasos medios se enfrentó con bravura al potente agresor. Esta circunstancia se ha repetido muchas veces a través de la historia humana y sigue repitiéndose en nuestros días en algunos confines europeos, porque siempre hay un Sansón dispuesto a masacrar a los filisteos, sin que una Dalila traidora le rape la cabellera. Además, algunos aguiluchos de la hora presente son calvos e implumes, aunque no inofensivos ¡vive Dios!

Puesta en marcha una guerra, la única incógnita consistirá en calcular el tiempo que durará la resistencia del más débil. Pero también existe la sorpresa, cuando es el débil quien gana la primera batalla y sigue guerreando. Don Pelayo fue un ejemplo histórico, venció al Islam en las Asturias invocando a la Santina ante la cueva del santuario, iniciando allí mismo la Reconquista, y como canta el poeta,

Después de ocho siglos 

de ásperas batallas,

desde Covadonga

fuisteis a Granada.

A lo que íbamos: estalla la guerra, un bando lanza misiles teledirigidos y altamente destructivos, mientras que el otro bando responde con hondas y tirachinas. La lucha es tan desigual que hace bravucón a uno y mártir al otro.

Pero sea cual sea la probabilidad de vencer o sucumbir, es igualmente una guerra. Uno de los dos recibirá más trompazos y destrucción que el otro. Y cuando ambos estén cansados de guerrear pondrán sobre la mesa una oferta de negociación para un alto el fuego.

Como quiera que este tipo de negociaciones suele dar buenos resultados, se produce un armisticio y se acaba la guerra. ¡Aleluya! Los dirigentes de ambos bandos se estrecharán las manos, y aquí no ha pasado nada. Los vivos al bollo y los muertos al hoyo.

Pero, ¡malditos! ¿Por qué esa negociación para acabar con la guerra no la hicisteis previamente para que la guerra no empezase, evitando muertes y destrucción?

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