Si no la han visto, se la cuento. Si, vista, no la recuerdan, les refresco la memoria. Si la vieron y la recuerdan, sigan leyendo, por favor, porque actualizo su enseñanza. Zulú era una película británica de 1964, dirigida por Cy Endfield y protagonizada por Stanley Baker y Michael Caine (su primer papel protagonista). Se narra en ella un episodio inicial de lo que dio en llamarse la Guerra Anglo-Zulú: la batalla de Rorke’s Drift (KawaZulu-Natal, Sudáfrica), que tuvo lugar el 23 de enero de 1879, en la que 140 británicos, de ellos 80 soldados y de éstos 30 heridos, se enfrentaron y derrotaron a 4.000 guerreros zulúes, «¡densos como la hierba y negros como un trueno!».
Poco me importa que la película cuente la batalla como en realidad fue o no. Nada me importa que se haya sobredimensionado por los británicos para lavar su desastrosa y ridícula derrota en la batalla de Isandhlawa del día anterior. Desde que estuve en Troya sé que la historia la escriben los vencedores y la reescriben los perdedores cuando, con el tiempo, que siempre llega, vencen a los vencedores. Cosas de la Ley del Péndulo. Me da exactamente lo mismo. Les hablo de algo que, siendo una ficción, paradójicamente, es un hecho real e inamovible: la película en sí.
Los zulúes, valientes, numerosos, pero con inútiles armas defensivas y con ofensivas propias de la Edad de Piedra, pero que también mataban, realizaron a lo largo del largo día y de la larga noche diversos asaltos a la misión, o puesto militar adelantado, donde se habían parapetado los británicos. Éstos, valientes, escasos, pero fortificados y con modernas -para aquel entonces- armas de fuego, los rechazaron una y otra vez, causando -en números absolutos- y sufriendo -en números relativos- gran mortandad.
Llega un momento, al final, en que de los británicos quedan 65 soldados, contando los 8 heridos. Están exhaustos. Son conscientes de que a la siguiente será la perdida. Esperan sin esperanza y con miedo. Amanece. Entonces oyen un ligero murmullo que va ascendiendo poco a poco hasta convertirse en un solemne y marcial canto acompañado de percusión, que invade, llenándola por completo, la escena. Son los zulúes, formados en línea en una cercana elevación, que marcan el ritmo de su cántico golpeando sus precarios escudos de piel con sus primitivas lanzas. Los británicos creen que es el canto ritual que precede a un nuevo y ya definitivo ataque. Pero no. Uno de los sitiados, que entiende el isiZulu, atento a la letra, les informa que es un canto de homenaje y respeto a ellos, a los sitiados, por la valentía que han demostrado. Concluido el canto, los zulúes se retiran ordenadamente.
Siento escalofríos cada vez que recuerdo esta escena: respeto al adversario; reconocimiento de su victoria; homenaje a su valentía; concesión del premio de dejarle vivir.
Y me pregunto: «Y aquí, en nuestras luchas políticas (también en las deportivas o de cualquier otro tipo), ¿qué?». Y me contesto: «Aquí, na de na. Iremos seguro a elecciones por tercera vez en un año». Lo dicho: ¡peor que los zulúes!