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La universidad de ayer y de hoy

Hoy hay más estudiantes, más aprobados, y más titulados que en tiempos pasados. En principio es positivo, pero puede tener consecuencias perversas

19 febrero 2023 18:52 | Actualizado a 19 febrero 2023 23:21
Martín Garrido Melero
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Ici París», decía Radio París a mediados de los setenta del siglo pasado, en las penumbras de la madrugada, narrando una realidad muy distinta de la que nos contaban aquí en España. Todo estaba a punto de cambiar. Las aulas universitarias contribuyeron significativamente a ese cambio. Uno era joven y estudiante y te quedaba todo por vivir.

Desde entonces hasta ahora la realidad universitaria ha experimentado modificaciones. La gran pregunta es si para mejor.

1. Exigencia. Todos los inicios de curso oigo constantemente la misma frase entre mis compañeros, que por prudencia y por su propio interés no la harán nunca publica: «el nivel baja».

Cuando el coche del almirante Carrero Blanco, presidente del Gobierno, saltó literalmente por los aires estaba en COU. Era el primer año que se instauraba ese curso que sustituía al anterior (PREU) y que ponía fin al sistema de reválidas (exámenes globales de todas las asignaturas, al acabar el bachillerato elemental y el superior). Se empezaba una carrera que llevaría a ir exigiendo cada vez menos esfuerzo académico al estudiante (en el sentido clásico).

Hoy hay más estudiantes, más aprobados, y más titulados que en tiempos pasados. En principio es positivo, pero puede tener consecuencias perversas. La consecuencia directa, que no tenía que ser así, pero lo es, es que el título vale menos. Más difícil de ver es que, al valer menos el título, aumentan las desigualdades en el terreno laboral entre las personas con medios económicos y aquellos que no lo tienen, porque el hijo del rico que ha conseguido fácilmente un título (que le hubiera sido imposible con más exigencias) tendrá más posibilidades de colocarse.

Ahora se buscan otras habilidades más concordes con las exigencias del mundo actual, pero no se acaba de encontrar el punto medio, y hay que seguir intentando. Nada que decir.

2. Localismo. El año de Carrero el gobierno de Franco creo unas cuantas universidades en todo el territorio con objeto de permitir que mucha gente pudiese estudiar viviendo en casa.

Hoy todas las provincias tienen centros universitarios, e incluso algunas pequeñas, como Tarragona, en varios lugares. Las universidades han proliferado como setas en temporada húmeda. Eso ha permitido que grandes masas de población puedan acceder a los estudios universitarios. Hace unos días pregunté a mis alumnos su procedencia: con algunas excepciones de extranjeros, todos eran de las comarcas de Tarragona. Se ha perdido la universalidad con todo lo que ello comporta de mente abierta, notas que, desde los Estudios Generales, antecedentes de las universidades actuales, siempre se habían dado en este campo.

Hoy no eres un privilegiado, sino un mero postulante de empleo con un papel que certifica un paso por unas aulas, que en muchos casos es irrelevante para el puesto solicitado

Paralelamente, no obstante, nuestros estudiantes se mueven de un sitio y a otro y hay programas europeos que permiten y facilitan ese intercambio. Nada que decir.

3. Revolución social. Al siguiente año del asesinato de Carrero cerraron una universidad durante todo el curso como sanción a los estudiantes que se manifestaban pidiendo la caída de la Dictadura.

La protesta social estaba en todos los campos, pero en especial en las aulas universitarias. Profesores y alumnos luchamos por ser los más radicales, en un cierto contu-bernio extraño con los obreros. Ser estudiante en una Universidad era algo más que estudiar.

Franco murió cuando estaba en segundo de carrera. La revuelta social salió de las aulas y pasó a otros lugares. Los estudiantes nos dedicamos a nuestra ocupación y eso ha sido la tónica desde entonces con alguna irrelevante excepción. Nada que decir.

4. Privatización. En la época que les hablo de los setenta, un anuncio nos causó extrañeza. Se ofrecía un puesto de trabajo, pero se indicaba que debían abstenerse los que habían estudiado en tal universidad (pública).

El otro día leí un devastador artículo sobre la función actual de la Universidad en el que se vaticinaba que en poco tiempo los títulos oficiales solo servirían para ocupar un puesto de funcionario, mientras que serían los privados, ni siquiera universitarios, los relevantes en el mercado laboral futuro y en la propia sociedad.

Creo, sin embargo, que a las universidades públicas le queda todavía un largo recorrido. Pero no debe olvidarse que la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles fueron centros privados. Nada que decir.

5. Utilidad. Tres valores han tenido siempre el paso por las aulas universitarias y lo tenían en mi época. Yo soy sin ninguna duda un ejemplo. Un ascenso social, una mayor cultura que el resto de los mortales y una razonable retribución económica al salir. Pasar por las aulas te hacía formar parte de una élite (intelectual) y en cierta forma ser un privilegiado, aunque a costa de tu esfuerzo, lo cual lo convertía no tanto en un privilegio como en un premio social.

Muy poco queda de eso en términos generales. Hoy no eres un privilegiado, sino un mero postulante de empleo con un papel que certifica un paso por unas aulas, que en muchos casos es irrelevante para el puesto solicitado, porque deberás empezar de cero como si todo hubiera sido un sueño de verano. Es lo que quiere la sociedad o, al menos, los políticos. Nada que decir.

6. Todo por decir. Un prestigioso compañero de Universidad, al que le he mostrado este artículo antes de ser publicado, me ha dicho que no le ha aportado nada, que no sabe lo que quiero decir, que no propongo una solución y que las referencias al pasado sobran. Le he contestado que no tiene corazón, y que no se ha enterado de nada, porque yo de lo que quiero escribir es de los tiempos en que era joven y oía «Ici París». Quizás queda, como titula Tomás Alcoverro su libro, todo por decir.

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