Todos recordamos a George Floyd, un ciudadano de Mineápolis que fue salvajemente detenido por la policía el 25 de mayo de 2020 en el barrio de Powderhorn. El agente Derek Chauvin lo inmovilizó brutalmente, presionando su cuello con la rodilla durante casi nueve minutos hasta provocarle la muerte por asfixia, lo que propició una ola de protestas antirracistas por todo Estados Unidos. Los disturbios comenzaron a multiplicarse, incluyendo ataques recurrentes a estatuas de diversos personajes históricos que, con mayor o menor sentido, se consideraron relacionados con la opresión blanca: Cristóbal Colón, Juan Ponce de León, Jefferson Davis, Theodore Roosevelt, Robert E. Lee... Como consecuencia de esta mezcla de justificada indignación, neopuritanismo iconoclasta, vandalismo impune y revisionismo frecuentemente mal documentado, comenzó a temerse por la conservación del patrimonio monumental colectivo, y el propio gobernador de Nueva York, el demócrata Andrew Cuomo, terminó poniendo escolta a la estatua del descubridor de América en Columbus Circle, junto a Central Park.
Me ha venido a la cabeza este episodio mientras leía el artículo que la candidata de la CUP a la alcaldía de Barcelona, Basha Changue, acaba de publicar en elcritic.cat. En este escrito, la dirigente de origen guineano critica el documental La Catalunya esclavista, recientemente emitido en el programa Sense ficció de TV3, elaborado a partir de una investigación de la revista Sàpiens. Según ella, dicho trabajo «no és una aportació a la reparació de la dignitat de les nostres ancestres, sinó una aportació per mitigar la culpa, la culpa blanca». Al margen de que se esté más o menos de acuerdo con su análisis histórico global («la Catalunya moderna està erigida sobre la sang, la suor i els cossos de centenars de milers de persones esclavitzades... i colonitzades»), me gustaría centrarme en la parte final del texto, donde la alcaldable plantea algunas medidas para reparar aquel oscuro capítulo de nuestro pasado. Por ejemplo, exige «retirar de les celebracions populars els elements que banalitzen el colonialisme i l’esclavatge com els gegants», con referencia expresa a Tarragona. En definitiva, lo que reclama la dirigente de la CUP, entre otras cosas, es acabar con Los Negritos de nuestro Seguici, partiendo de que debe desterrarse cualquier elemento cultural o patrimonial cuyo origen choque con la ética o la sensibilidad actuales.
La verdad, si queremos ser coherentes con esta aplicación del movimiento de la cancelación al ámbito del patrimonio cultural o monumental, creo que la candidata cupaire se ha quedado corta. Pero mucho. ¿Qué me dicen de nuestro anfiteatro romano? Acaso hemos olvidado que estos edificios tenían como función primordial la celebración de cruentos combates en los que morían seres humanos con el único objetivo de entretener a un despiadado público sediento de sangre. Por si fuera poco, en estos espacios también se mataba a una cantidad ingente de fieras y especies exóticas, frecuentemente traídas en condiciones intolerables desde tierras lejanas para ser sacrificadas. Resulta desconcertante que podamos permanecer impasibles ante semejante exaltación de crueldad contra los animales. Si hoy en día podemos acabar en la cárcel por matar a una rata que se cuele en nuestro jardín, asombra que la CUP local no haya exigido al Consistorio el envío de una brigada de excavadoras para acabar definitivamente con este templo a la barbarie. Abajo con él.
Pero no hace falta irnos tan lejos en el tiempo. Pensemos en la Casa Canals o la Casa Castellarnau, dos recuerdos imborrables de la desigualdad social que presidió la vida local durante siglos. Esos techos, esas lámparas de araña, esos espejos... Ambas residencias, construidas con un afán de ostentación sin límite, fueron levantadas mientras la población necesitada moría en la miseria a las puertas de este tipo de mansiones. Es más, las fortunas que impulsaron esta clase de provocaciones se forjaron precisamente gracias a la existencia de miles de conciudadanos que vivían en condiciones inhumanas, y cuya desgracia se cronificó aposta para mantener a las élites en una posición privilegiada. Lo mismo podría decirse del imponente palacio episcopal que se yergue en el Pla del Palau. Piqueta y abajo con todos ellos.
¿Y qué me dicen de la Tabacalera? Este faraónico complejo, repleto de esculturas y detalles arquitectónicos de un lujo tan infrecuente como innecesario, fue posible por la existencia de una criminal maquinaria empresarial que fomentó desde hace siglos el consumo de una sustancia que llevó a la tumba a una cantidad incalculable de personas. ¿Cómo podemos frivolizar con este tema, proponiendo dedicar este espacio a funciones culturales o institucionales, cuando su construcción se sufragó con las muertes previsibles y obviadas de millones de conciudadanos? Todos hemos conocido a víctimas de este oscuro negocio, cuya sombra asesina sigue golpeando nuestra retina cada vez que pasamos por delante de este siniestro edificio. Abajo también con él. Que no quede piedra sobre piedra.
Y podríamos seguir hasta el aburrimiento. Disculpen la ironía, pero en ocasiones la reducción al absurdo es la mejor manera de explicar lo obvio. Si desechásemos todo aquello que tiene orígenes incompatibles con los valores del siglo XXI, sospecho que la mayoría de los barrios históricos europeos acabarían convertidos en un solar y nuestras tradiciones locales reducidas a la mínima expresión. Es cierto, gran parte de nuestro bagaje cultural hunde sus raíces en episodios que no soportan un juicio con los ojos actuales. Y es lógico que así sea, porque hemos evolucionado, pero afortunadamente también hemos sabido conservar lo que ese legado tenía de valioso, dándole un nuevo sentido. Y quien no sepa entender eso, tendrá un grave problema si no emigra a la Antártida. Lo realmente inquietante es que el Govern lleve tantos años dependiendo del partido que propone semejantes disparates. Y así van muchas cosas.