El otro día mi interlocutora en una reunión social relató a los presentes que cuando cumplió veintidós años una buena amiga le regaló un testamento (su testamento). «¿Encontráis un regalo mejor?», nos preguntó. Nadie de los presentes la contradijo, era sin duda un buen regalo de cumpleaños. Testar o no testar, he ahí la cuestión, que dirían los clásicos. A lo largo de unos cuantos años he ido escribiendo en estas páginas del Diari sobre este tema desde diversos puntos de vista y sigo dándome cuenta que sigue siendo un tema que interesa. Hoy les voy a narrar siete errores habituales.
El primero, mucho más común de lo que parece, es que morir sin testamento es más caro que morir habiendo testado. Incluso he oído afirmar que, si uno muere abintestato, el Estado se lo queda todo. Es cierto que la falta de testamento obliga a una trámites notariales más caros, pero en general (y sobre todo a efectos tributarios, que es lo importante) el tema es intrascendente.
El segundo, también muy habitual, es que si no se tiene nada (o muy poco) no merece la pena hacer testamento. Craso error. Nadie es definitivamente pobre hasta que pasa al otro mundo, entre otras razones porque el mismo hecho de morir puede dar lugar a convertir a los supuestos herederos en beneficiarios de un patrimonio hasta entonces inexistente. Basta como ejemplo un pobre de solemnidad que es atropellado por un conductor negligente o asesinado en su esquina petitoria, con las consiguientes indemnizaciones o reparaciones civiles, que alguien tendrá que cobrar.
El tercero es suponer que si las disposiciones testamentarias dan el mismo resultado que las disposiciones legales en caso de falta de testamento, todo da igual. De entrada esa similitud es difícil que se de, porque siempre se introducen algunas cláusulas distintas, pero en el supuesto que se diera un calco de lo dispuesto en la ley, la falta de testamento acarrea la necesidad de ciertos documentos complementarios, la molestia de amigos o vecinos que tienen que acudir a la notaría, idas y venidas y ciertos costes adicionales.
El cuarto, más técnico, es que el testamento es la única forma de regular nuestra sucesión en caso de muerte. El testamento es la estrella, llevamos más de dos mil años en que el testamento ha reinado, y lo seguirá haciendo durante mucho más tiempo. Pero hoy en día, y en especial en Cataluña, hay otras formas de disponer (la donación mortis causa y sobre todo los pactos sucesorios, que se basan en los antiguos capítulos matrimoniales tan de moda en los siglos pasados aquí, y que pueden ser mucho más útiles que el propio testamento).
El quinto es creer que con el testamento todo lo hemos arreglado y que a nuestra muerte nuestros herederos no tendrán que hacer nada más. Y si que tendrán, y mucho más, aunque les será más fácil.
El sexto es partir de que nuestro testamento se cumplirá necesariamente. Nuevo error. El muerto (llamado causante y antes testador) ya no forma parte del mundo de los vivos y serán éstos lo que harán lo que crean conveniente. Las disposiciones testamentarias son únicamente un guión en caso de controversia, pero no una ley inexorable que hay que cumplir pese a que todos estén de acuerdo en no hacerlo.
Un séptimo, en el que desgraciadamente incurren algunas personas, es que testar es igual que los contratos, en que basta probar la voluntad, con documentos o testigos. Otorgar un testamento es una cosa muy seria y testar sólo se puede hacer con las formas fijadas escrupulosamente por el legislador, que acumula una experiencia de milenios. No se les ocurra redactar un documento por ordenador o en soporte informático rodeado de testigos porque tienen todas las probabilidades que sea considera nulo y además que sea un churro jurídico.
Mi interlocutora recibió el mejor regalo posible el día de su cumpleaños, aunque probablemente tardó unos cuantos años en darse cuenta del valor del mismo. «Fue el primero, pero luego hicistes otro”, le dije. “¿Cómo lo sabes?», me preguntó extrañada. Los testamentos son como la vida, va cambiando, le contesté, hasta que llega el instante final.