La ciudad que dejó de ver el mar

Agosto en casa. Las terrazas y los turistas son la muestra más visible del cambio gradual que han experimentado los veranos reusenses

04 agosto 2019 15:20 | Actualizado a 05 agosto 2019 09:06
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Debía ser a mediados de los años setenta, cuando la construcción de un bloque de pisos en la avenida de Pere el Cerimoniós generó un curioso y notable lamento ciudadano. Era uno de tantos edificios que se levantaban por aquel entonces, al amparo del fuerte desarrollo demográfico y urbanístico. Pero aquel bloque resultó especial porque ponía fin a una imagen sempiterna: la visión del mar desde el centro de la ciudad. Los reusenses ya no podían atisbar el Mediterráneo desde la confluencia de los arrabales de Jesús y de Martí i Folguera, a través de la abertura que deja la calle Pintor Bergadà.

Era el primer mar que contemplaban los viajeros que se encaminaban hacia la estación del Carrilet, precisamente para dirigirse a las playas de Salou. No recuerdo que fue primero, si el edificio que impedía ver el mar o la desaparición del viejo y emblemático tranvía entre Reus y Salou, pero ambas cosas resultaban todo un símbolo del final de una época y la irrupción de nuevos tiempos.

Curiosamente, ese tramo sigue hoy repleto de caminantes que van o vienen de la costa, ya no en tren sino en autocar. Son los turistas que llegan a la estación de autobuses y se adentran en la ciudad. Las terrazas que llenan la avenida del Carrilet conforman uno de los primeros paisajes urbanos con que se topan muchos de ellos, un panorama sin duda más gratificante que la vetusta estación o alguna de sus calles contiguas.

La proliferación de terrazas y turistas es, justamente, uno de los grandes cambios que han experimentado los veranos reusenses respecto a aquellos tiempos no tan lejanos. Tampoco es que el turismo haya florecido ahora. Ya en 1966, El Correo Catalán –periódico desaparecido, pero un referente de la prensa catalana en aquellos años– publicó un reportaje a doble página titulado «Reus, shopping center de la Costa Dorada. Miles de turistas la visitan diariamente para comprar». Es obvio, por tanto, que hace más de medio siglo que el atractivo comercial de la ciudad constituye un reclamo turístico de primer orden.

Las terrazas

La gran novedad de las dos últimas décadas es que al tradicional poder de captación del comercio reusense se ha sumado el del patrimonio histórico, focalizado en la arquitectura modernista y la figura de Gaudí. Y un nuevo icono, el vermut, también trabaja para erigirse en un elemento añadido de seducción. 

El resultado de todo ello es una ciudad que ha mutado gradualmente de aspecto en sus tórridos veranos. Y las terrazas son el exponente más visual del proceso, facilitado por la peatonalización y rehabilitación de todo el centro histórico.

De un Mercadal dominado por los coches que aparcaban hasta en la misma coca central, hemos pasado a la imponente imagen que ofrece la plaza y las terrazas que la circundan cuando cae la tarde. La entonces decrépita plaza del Castell es hoy una alfombra de sillas y mesas de todos los establecimientos que la pueblan. Las Peixateries Velles y la plaza de les Basses nada tienen que ver con lo que eran antes de su reforma; el Pallol ni existía tal como hoy lo conocemos; y en multitud de otros rincones del centro afloran bares, restaurantes y heladerías que invitan a sentarse. 

La plaza de Prim, que antaño albergó multitud de cafés y casinos hasta que fue colonizada por las oficinas bancarias, conserva algunas de las terrazas junto a los porches que siempre la caracterizaron. La plaza de la Llibertat perdió el viejo Reig –después Paraigüets– con su reforma, pero la oferta de restauración se ha ido multiplicando bajo las arboledas de la otra vertiente. 

Quedarse en la ciudad

El paseo Prim, la calle de la Sardana, la ya citada avenida del Carrilet, son otros espacios de referencia para sentarse a tomar un refresco, especialmente para su populoso vecindario. Los barrios más alejados del centro albergan sus propios paraísos para tomarse una cerveza o unas tapas.

Reus ya no es en julio y agosto el desierto donde sobrevivían los pocos que no veraneaban en Salou, Vilafortuny o Cambrils, o en los pueblos del Baix Camp o las comarcas vecinas; o trabajaban en la costa; o aprovechaban las vacaciones para volver a sus lugares de origen; o se iban de viaje por el mundo. Pero, ¿toda esta vida en la calle que garbea por el verano reusense se explica sólo por el turismo? ¿O también han cambiado los hábitos de la población local? 

Un componente socioeconómico ayuda seguramente a explicar estos cambios en el paisaje humano veraniego. Todos los estudios constatan que las secuelas de la durísima recesión económica que estalló diez años atrás aún se dejan sentir en muchos bolsillos. Una parte de la población aún no ha recuperado el nivel de vida ni el poder adquisitivo precrisis, y no son pocos los que siguen pagando los estragos sufridos. Y esto se traduce en el acortamiento, cuando no la supresión, de desplazamientos familiares, viajes turísticos y escapadas vacacionales. No de una forma tan drástica como en los peores años de la crisis, pero igualmente latente.  

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