El sector público, una realidad paralela

Las administraciones recuperan la velocidad de crucero mientras el sector privado metaboliza los cambios provocados por la crisis

04 agosto 2019 15:00 | Actualizado a 05 agosto 2019 08:38
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Ciertos indicadores sugieren que nuestras administraciones han comenzado a superar la inquietud financiera que favoreció un relativo adelgazamiento del aparato público durante los peores años de la crisis.

Esta relajación puede no ser una buena noticia, teniendo en cuenta que nuestra clase dirigente lleva décadas demostrando su insaciable habilidad para devorar todo lo que se encuentra a su paso (incluso lo que sólo se imagina que existe), incapaz de someterse  a una dieta que no venga impuesta por la cruda realidad cuando ya es demasiado tarde.

Nunca faltan voces que intentan salvar la cara de las administraciones (algunos de ellos, casualmente, también funcionarios) apoyándose en cifras como el coste per cápita de la plantilla pública, olvidando el reverso que supone el servicio recibido como contraprestación por ese gasto. Por poner un ejemplo, el grado de eficiencia con el que se gestionan los expedientes de licencias en el Ayuntamiento de Tarragona sería absolutamente intolerable en cualquier organización del sector privado.

Si queremos evitar decepciones, conviene tener claro que la prioridad de la administración pública en España es la propia administración pública, con independencia de la ideología del gobernante de turno. Así quedó demostrado cuando Mariano Rajoy ganó sus primeras elecciones, allá por el año 2011.

El PP, un partido teóricamente liberal, había prometido en campaña apretar el cinturón al presupuesto público para dar un respiro fiscal a las familias y a las empresas, que así podrían capear el temporal o incluso recuperarse. Sin embargo, la primera medida del pontevedrés fue una subida fulminante del IRPF y del IBI para cuadrar las cuentas: el monstruo tenía hambre y no hay político en España que se atreva a decirle que no.

El absoluto desprecio de aquel gobierno ante la agonía de los pequeños y medianos negocios aceleró la devastación empresarial del país, provocando el posterior hundimiento de la recaudación, que finalmente nos condujo a un círculo vicioso que acabó con una deuda pública disparada treinta puntos por encima de aquella fecha. Definitivamente, la clase política española tiene problemas para entender que para redistribuir la riqueza primero hay que crearla.

Funcionariado asumido

Una de las claves que explica el inmenso saco a la espalda que suponen las administraciones para nuestro tejido productivo se encuentra en la forma acrítica en que nuestra sociedad ha asumido que la condición natural de cualquier empleado público es el funcionariado, un formato que lleva aparejadas unas condiciones radicalmente diferentes de las de cualquier asalariado. Convendría recordar que esta figura blindada fue creada para preservar la independencia de determinados cargos de la administración, para que pudieran actuar honestamente según su criterio profesional sin miedo a ser depuestos por el gobernante de turno.

Esta autonomía cobra sentido cuando se ejerce una función que puede chocar contra los intereses particulares de la clase política: jueces, fiscales, federatarios, secretarios, catedráticos, fuerzas de seguridad… Sin embargo, con el paso de los años, la tendencia a funcionarizar toda la administración se extendió sin control, un fenómeno que convirtió el sector público en un bloque de hormigón armado sin la menor flexibilidad estructural. Durante la crisis hubo un cierto replanteamiento del modelo, con la creciente aceptación de trabajadores laborales, pero la luz al final del túnel parece habernos devuelto a las viejas rutinas cuyos perversos efectos han quedado más que demostrados.

Acabamos de conocer los últimos datos sobre la evolución del gasto en personal de las administraciones locales de nuestro entorno. La fiesta ha regresado a varios de nuestros principales municipios, que han aumentado el coste de sus plantillas entre un 15% y un 20% en apenas cuatro años. Las administraciones vuelven a convocar miles de plazas  de funcionario con una prodigalidad que resultaría aceptable si esta mejoría fuese extensiva al resto del tejido social. Sin embargo, mientras el sector público comienza a olvidar estos años terribles como un mal sueño que nunca sucedió, la precariedad se ha instalado como norma en las nuevas contrataciones de las empresas privadas, donde se abonan salarios de auténtica miseria. Mientras unos recuperan la velocidad de crucero, los otros metabolizan los cambios provocados por la crisis, asumiendo que nada volverá a ser jamás igual. Y obviamente, con esas ridículas nóminas se pagan los impuestos que sufragan la fiesta institucional.

Sin duda, la administración pública es una necesidad social insoslayable, en la que determinados estratos profesionales deben tener garantizada su independencia del poder político mediante una estabilidad reforzada. Sin embargo, necesitamos unas instituciones dotadas de la necesaria flexibilidad para adaptarse a las necesidades de cada momento, como ocurre con el resto de estructuras que conviven en nuestra sociedad.


Condiciones críticas

De lo contrario, estaremos construyendo un modelo dual y desintegrado, que puede resistir razonablemente en épocas de bonanza, pero que quizás salte por los aires cuando una parte se harte de financiar la endogámica rigidez de la otra. Esta percepción puede resultar especialmente peligrosa en contextos como el actual, donde gran parte de los empleados del sector privado trabajan en condiciones laborales críticas, mientras ven cómo sus impuestos se gastan sin la diligencia que cualquier familia aplica a la gestión de sus recursos. Las administraciones deberían replantearse algunas certezas si no quieren matar a la gallina de los huevos de oro.

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