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El espía de los nazis que vivió en Tarragona

Crónicas pelacanyes. Un libro narra la vida de Karel Holemans, quien fuera traductor de Heinz Ches, ejecutado a garrote vil en Tarragona ahora hace 50 años

02 marzo 2024 18:13 | Actualizado a 04 marzo 2024 07:00
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Espía de los republicanos en la Guerra Civil. Doble agente, de los nazis y los aliados, durante la II Guerra Mundial, pintor con cuadros en el Reina Sofía y el Museu de Reus, caballero templario, bon vivant, condenado a muerte por los turbios tejemanejes del amante de su mujer, exiliado, amigo de los capitostes del franquismo, odiado hasta el delirio por su suegra... La vida de Karel Holemans, un belga que acabó viviendo, y muriendo, en Tarragona da para una película. Su hijo, Carlos Holemans, nacido en la ciudad, recrea la historia de su padre en Los espías no hablan (editorial Arpa).

El penúltimo capítulo rescata una historia tristemente de moda. Años después de asentarse en Tarragona tras un increíble periplo vital para evitar ser ejecutado, Karel fue nombrado traductor oficial de la Capitanía General de Tarragona. Nacido en Bélgica el 3 de junio de 1910, hablaba inglés, francés, flamenco, alemán, castellano y catalán.

A Karel le tocó traducir la instrucción y posterior juicio contra Heinz Ches, un alemán de la RDA condenado a muerte y ejecutado a garrote vil el 2 de marzo de 1974 en la cárcel de Tarragona. Ches fue sentenciado a la pena capital por haber matado a un guardia civil en un camping de L’Hospitalet de l’Infant.

El sábado 2 de marzo se cumplieron 50 años de la ejecución de Ches, que coincidió con la de Salvador Puig Antich en Barcelona. Salvador era un joven anarquista catalán en el que el agonizante régimen franquista quiso vengar el asesinato en atentado del entonces presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco. Quien iba a ser el sucesor de Franco había muerto a manos de ETA el 20 de diciembre de 1973.

«ETA me ha matado», dijo Puig Antich al enterarse del magnicidio e imaginar que no recibiría la más mínima indulgencia por parte de la dictadura.

La condena al garrote del anarquista, al que se le había acusado de matar a un policía durante su detención, sentenció también a Ches ya que el régimen quiso ejecutar a un delincuente común para hacer creer que la de Puig Antich también era una ejecución ‘normal’ y no con motivaciones políticas.

Carlos Holemans, protagonista

Els Joglars retrataron magistralmente aquella inmensa crueldad en su obra La torna, prohibida el 2 de diciembre de 1977, dos días después de estrenarse en el Teatre Bartrina de Reus. La obra le costó un consejo de guerra al director de la compañía, Albert Boadella, y a varios actores.

Precisamente uno de los protagonistas en los programas especiales de TV3 dedicados al 50 aniversario de la doble ejecución ha sido Carlos Holemans, que rescata en su libro la presencia de su padre en el proceso y muerte de Ches.

La ejecución, tal como narra Carlos, fue una verdadera chapuza. El verdugo, Pepe Monero, fue trasladado desde Sevilla porque en Tarragona no había ya que no se había ejecutado a nadie en 24 años. Monero no tenía ‘experiencia’ alguna. Iba a ser su primera ejecución. Recibió en Sevilla unas ‘clases’ improvisadas.

$!Karel Holemans posa en 1961 con un cuadro suyo para una entrevista al ‘Diario de Tarragona’. Foto: Cedida

Escribe Holemans hijo: «En la cárcel de Tarragona no había patíbulo, ni silla, ni cadalso, ni instalación apta para matar a un hombre siquiera legalmente. Trajeron de un despacho una silla de oficinista, de madera, con reposabrazos y con ruedas».

Faltaba además el poste donde fijar la argolla. El garrote es un instrumento que atenaza el cuello del reo y lo aprieta mediante un tornillo hasta romperle las vértebras y matarlo. La ejecución siguió pese a todo. En una silla de madera. La vengativa Justicia franquista no podía parar.

Así lo describe Carlos Holemans: «Pepe, el verdugo, ajustó la argolla por encima de la capucha. De repente Heinz Ches comenzó a revolverse en la silla y trató de pronunciar sus últimas palabras. Retiraron la argolla y mi padre, paralizado por el auto de fe que tan torpemente se desenvolvía ante sus ojos, escuchó y tradujo: ‘Si no me ponen la argolla más abajo, me van a romper los dientes’».

El relato de la muerte de Ches es espeluznante. Lo dejaremos para el lector que compre el libro y se sumerja con indignación en el capítulo titulado Rojo sangre.

Carlos recuerda los sentimientos de su padre: «La ejecución lo había devastado. La adrenalina aún combustionaba dentro de su cuerpo. Caminaba con pasos rápidos, huyendo del horror. Casi corría, hiperactivo y mentalmente acelerado. Había estado encerrado en el corredor de la muerte y le habían indultado al amanecer. Él sí había recibido la llamada de clemencia. Estaba condenado a muerte desde los 38 años y llevaba 26 escapando de la ejecución y viviendo perseguido. Hoy la muerte había buscado una nuca, pero no había elegido la suya».

Sigue Carlos: «Mi padre no pudo dormir en dos semanas. Le contó muchos detalles a mi madre, pero tuvo la delicadeza de no contarme ni una palabra a mí, que acababa de cumplir once años. Solo un par de años después, poco antes de morir, me hablaría del episodio de la ejecución: ‘nunca pensé que los huesos de un hombre pudieran hacer ese ruido. Es como cuando un perro mastica huesos de pollo, pero mucho más fuerte’».

Angustia y gloria

Cinco años más tarde, el 16 de octubre de 1979, Karel Holemans murió en la misma Tarragona que le había acogido, en la que había pasado momentos de angustia, pero también de gloria gracias a sus cuadros.

Atrás quedaba, enumera su hijo, «los recuerdos de su infancia, de aquel lugar remoto e idealizado llamado Bélgica, sus aventuras de juventud, los ideales nacionalistas, la pintura, las exposiciones, los premios, los espías, la guerra, Hitler, el Hotel Palace de Madrid, el lujo, los viajes, la huida, la persecución, la condena a muerte, el exilio, la pobreza, los amigos extranjeros al volante de espléndidos deportivos, las conversaciones que mantenían en los seis idiomas que dominaba: Karel Holemans era un fascinante e intrincado misterio».

$!Karel Holemans, a la izquierda, en 1978 en la Rambla Nova junto a su mujer, Teresa, y su hijo, Carlos, autor del libro. Foto: Cedida

Holemans hijo confiesa que «los enigmas de Karel Holemans fueron siempre mi equipaje, allá donde la vida me llevara. Necesitaba entender las razones, revelar los secretos, iluminar las sombras, romper los lacres, gritar los motivos, desmantelar las calumnias, señalar a los traidores y, quizás algún día, restaurar su nombre».

Si Carlos logra o no restaurar el nombre de su padre queda a juicio del lector. Lo que sí consigue es sumergirle en una historia con sorprendentes hechos. Por ejemplo, el acérrimo independentismo de toda su familia.

Los varones Holemans eran militantes del VNV (Unión Nacional Flamenca) que defendía la secesión de Flandes de la Bélgica partida entre valones francófonos y el norte que quería independizarse. El partido fue financiado por los nazis desde antes del inicio de la guerra y luego colaboró con los invasores.

De perseguidos a perseguidores

La familia de Holemans fue simpatizante de los nazis y lo pagó tras la derrota alemana. Los perseguidos durante la contienda se convirtieron en perseguidores. Y algunos de esos perseguidos hicieron lo que pudieron para salvarse, aunque fuera acusar falsamente a un inocente. Al menos de los cargos de los que se le acusaba.

Es el caso de Louis Delgrange y Karel Holemans. Delgrange era un belga que se había nacionalizado alemán y se convirtió en jefe de la inteligencia alemana en Bélgica. Fue el jefe del propio Karel y le ordenó misiones secretas en una España neutral, pero al mismo tiempo un nido de espías.

Tras la II Guerra Mundial, Delgrange temía ser extraditado a Alemania para ser juzgado como nazi. La única solución que halló era recuperar su nacionalidad belga. ¿Cómo? Casándose con una mujer belga. ¿Quién? La mujer de Karel, Rachel. Para ello Karel debía morir y Delgrange le acusó falsamente de denunciar a un ciudadano belga al que deportaron a un campo de concentración.

Karel no podía defenderse porque había dejado Bélgica en 1943 para llevar una lista de 238 templarios belgas a Portugal. Si la lista caía en manos de los nazis, sus integrantes estaban sentenciados. Karel cumplió su misión con éxito lo que le granjeó el reconocimiento de los templarios y su posterior conexión con algunos capitostes del régimen franquista, ya que algunos altos oficiales también eran templarios.

Rachel colaboraba con la resistencia belga y Karel con los alemanes. Para ellos espió también en Madrid y Gibraltar. Rachel y Karel jugaban a dos bandas para así asegurarse estar a bien con los vencedores. Así lo explica Carlos: «En la casa de Karel y Rachel se guardaba propaganda antinazi y algunos perseguidos se ocultaban temporalmente. En paralelo, el idilio de Karel con los alemanes vivía días de vino y rosas. Su alemán era perfecto y alternaba con flamencos orgullosos de la gran hermanad germanoflamenca».

Esa amistad con los alemanes hizo creíble la denuncia de Delgrange tras la II Guerra Mundial. Karel fue condenado a muerte y nunca pudo volver a Bélgica.

Tras vivir en Madrid (con una misteriosa, lujosa y prolongada estancia en el Hotel Palace), Bilbao, Vigo, Palamós, Barcelona, Sant Sadurní... Karel recaló en Tarragona. Se enamoró de la que sería su mujer y madre del autor del libro, Teresa Mestres, hija de una familia de productores de cava de Sant Sadurní.

La vida de Karel en Tarragona estuvo marcada por la pobreza y, sobre todo, por la persecución por la madre de Teresa, Eulàlia, para la que Karel era un despreciable partido para su hija. Le hizo la vida imposible e incluso le llegó a acusar de bigamia. Karel ya se había divorciado de Rachel, pero el divorcio estaba prohibido en España. Una adopción comprada, la ayuda de un dirigente falangista, exitosas exposiciones de pintura, fracasos artísticos se sucedieron en Tarragona... Pero no hagamos más spoilers porque los espías no hablan. Pero sus hijos sí.

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