Como un punteo de ukelele o un solo de corneta, las páginas de Polly and Her Pals, de Cliff Sterrett, secuestran la mirada, fascinan con súbitos cambios de ritmo, texturas inesperadas de sonido y un uso vivaz de las manchas oscuras.
Como los extraños instrumentos musicales que otro célebre dibujante de los años veinte del siglo XX, Tad Dorgan, atribuía a la familia de Sterrett, cada una de las planchas de Polly and Her Pals es una exploración de posibilidades gráficas que demuestra que, en el cómic, los pioneros de la gran prensa fueron a la vez los más radicales vanguardistas, inspiradores de lo que después Tristan Tzara, Magritte, Picasso, Germaine Dullac, Benjamin Britten o Auden harían en sus diferentes disciplinas.
Los Perkins, una familia de clase media alta que se encuentra ante las desconcertantes actitudes de su joven hija Polly, una flapper moderna y liberada que lidia con su inagotable nómina de pretendientes, ofrecen, por una parte, el dispositivo de una sitcom que retrató la vida en Estados Unidos durante cuarenta y seis años, y por otra parte, el campo abonado para una constante innovación en las composiciones de página, el uso del fuera de campo y un humor que arranca risas, sonrisas y carcajadas con cada nueva viñeta.
Si en Gasoline Alley, otra de series estadounidenses más longevas, Frank King dio pábulo a innumerables páginas centrípetas, donde un mismo espacio aparecía seccionado por las viñetas en una secuencia de tiempo que desenvolvía a los personajes en un espacio familiar, Polly and Her Pals brinda algunas de las más fascinantes páginas centrífugas de la historia del cómic. Como señalan P. Craig Russell, Jeet Heer y Dean Mullaney en las páginas de introducción que acompañan esta extraordinaria edición crítica hecha por Diábolo, en el mejor y más generoso de los formatos posibles, la familia Perkins vive una normalidad cuyo fuera de campo está siempre al borde del abismo. Las escaleras, los pretendientes de Polly o los pasillos que se multiplican, sobre todo en este primer volumen de los años 10 y 20, constituyen un torbellino, el vórtice de un despreocupado período de entreguerras en el que el slapstick, la pantomima y el humor verbal se anudan como si George Herriman, Winsor McCay y Harold Knerr hubiesen unido todas sus fuerzas en una sola tira, divertida hasta el paroxismo.
Que los abuelos maternos con los que Sterrett se crió después de la muerte de su madre, en Minnesota, fuesen fabricantes de juguetes, permite entender la asombrosa capacidad para crear formas vivas, redondeadas, casi de peluches en el caso de los personajes masculinos, mientras la silueta de Polly parece compartir con los dibujos de John Held para Vanity Fair todo el universo de elegancia de los años veinte.