El aeropuerto más inútil del mundo

Son los tiempos complejos y convulsos los que suelen abrirnos los ojos ante realidades que habitualmente permanecían ocultas

08 mayo 2022 13:52 | Actualizado a 08 mayo 2022 13:52
Dánel Arzamendi
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En las épocas de bonanza y prosperidad, cuando todo parece discurrir sin sobresaltos y el viento sopla permanentemente de popa, no es frecuente detectar grandes lecciones para mejorar individual y colectivamente. Más bien al contrario, son precisamente los tiempos complejos y convulsos los que suelen abrirnos los ojos ante realidades que habitualmente permanecían ocultas. En este sentido, se ha repetido hasta la saciedad los numerosos terrenos en los que hemos despertado a raíz de la pandemia, tanto en lo referente a las posibilidades de mejora, como también en cuanto a algunas convicciones inmemoriales que se daban por sentadas y que el discurrir de los acontecimientos ha enterrado definitivamente.

Y no todo ha sido necesariamente negativo. Por ejemplo, el desarrollo de los últimos dos años ha puesto en cuestión la histórica leyenda negra sobre la falta de eficacia, rigurosidad y orden de los países mediterráneos. Han sido numerosos los retos que podían haberse afrontado mejor, indudablemente, pero el complejo de inferioridad del sur europeo frente a nuestros vecinos septentrionales debería ser repensado a la vista del modo en que unos y otros hemos respondido a este contexto crítico. Pensemos en la velocidad y los índices de vacunación, o en el respeto cívico a las directrices implementadas por las autoridades sanitarias. Si me permiten la experiencia personal, durante la época de las grandes restricciones viajé un par de veces a regiones del centro y norte continental, y en ambos casos volví con la sorprendente sensación de que los prusianos éramos nosotros.

Otro de los complejos que más sólidamente hemos interiorizado históricamente se refiere a la frecuencia e intensidad con que los países latinos somos capaces de hacer el ridículo en el planteamiento, diseño y construcción de grandes infraestructuras. Dios me libre de relativizar o minusvalorar las graves responsabilidades que nuestras autoridades han acumulado en este tipo de tareas (me sube la tensión cada vez que pienso en el parking inteligente de Jaume I), pero si deseamos analizar la realidad comparativa con cierta ecuanimidad, todos deberíamos reconocer que más allá de los Pirineos tienen también mucho de lo que avergonzarse. Por poner algunos ejemplos, hace un tiempo escribí en estas mismas páginas sobre la rocambolesca construcción del Vasa (un descomunal buque sueco que se hundió a los diez minutos de su botadura por haber utilizado diferentes unidades de medida a babor y estribor) o sobre el bochorno que suizos y alemanes protagonizaron en la ciudad fronteriza de Laufenburg (donde edificaron, desde ambas orillas del Rhin, un puente que no se orientaba al mismo punto de encuentro). Hoy me referiré a un caso mucho más cercano en el tiempo: el aeropuerto de Santa Helena.

Lo único que la mayoría de personas solemos conocer sobre este remoto punto del Atlántico Sur es que fue la morada final de Napoleón, hasta el día de su muerte en mayo de 1821, tras ser derrotado en Waterloo por los ingleses. Son ellos quienes a día de hoy siguen ostentando la soberanía sobre este territorio de ultramar, el segundo más antiguo de los británicos después de las Bermudas. El último hogar del desterrado emperador francés fue descubierto en 1502 por Juan de Nova, navegante español al servicio de la corona portuguesa, quien se topó con la isla volviendo de un viaje a la India, y la bautizó así como homenaje a Helena de Constantinopla. Se trata de una pequeña porción de tierra volcánica de 120 kilómetros cuadrados, con fuertes vientos, paisaje agreste y montañas empinadas. Para situarnos de forma aproximada, se localiza a medio camino entre Angola y Brasil. Aunque algunos han querido ver en este trozo de tierra un enorme potencial turístico, lo cierto es que sigue siendo un lugar absolutamente desconocido, con poco más de cuatro mil habitantes. De hecho, durante todo el siglo XX, la única forma de llegar a Jamestown era tomar un barco que partía de Ciudad del Cabo cada tres semanas, y necesitaba cinco días de navegación para alcanzar su destino.

En un bienintencionado intento por revertir esta decadencia, a principios del nuevo milenio se planteó la posibilidad de construir un aeropuerto que abriera Santa Helena al mundo. El presupuesto de la pequeña terminal aérea ascendía a 39 millones de libras esterlinas, pero ninguna empresa quiso encargarse de la obra. Tras numerosos problemas durante la licitación, una compañía italiana asumió el reto en 2007, pero un año después se declaró en quiebra y abandonó la isla sin colocar un solo ladrillo. El proyecto fue retomado tres años después por una constructora africana. Para entonces, los 39 millones de libras ya se habían convertido en 205. La obra tardó un lustro en concluirse, pero durante las pruebas de despegue y aterrizaje se detectaron graves riesgos de «cizalladura» por culpa del viento, una circunstancia que llevó a considerarla la pista más peligrosa del planeta y limitó sus posibilidades. El vuelo comercial inaugural se produjo en 2016, con ochenta pasajeros y la asistencia de un centenar de isleños. Para entonces, el gobierno de Londres ya había abonado una factura cercana a los 300 millones de libras, diez veces superior al presupuesto inicial. Desde su puesta en marcha, la terminal ha alcanzado un máximo de 8.000 pasajeros anuales, lo que ha sido aprovechado por la contundente prensa inglesa para bautizar esta infraestructura como el «aeropuerto más inútil del mundo».

Es indudable que el mal de muchos sólo es consuelo para los tontos, pero es igualmente cierto que deberíamos dejar de mitificar a quienes también amontonan algunos cadáveres en sus armarios. Autocrítica, siempre. Y cuanta más, mejor. Pero no consintamos lecciones de quienes despliegan una superioridad moral frecuentemente inmerecida. En todas partes cuecen habas.

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