El principal escollo para formalizar un acuerdo entre Esquerra Republicana y JxCAT, los nacionalismos progresista y conservador de Cataluña, estriba en la pretensión de Puigdemont de controlar todo el proceso secesionista y, de paso, todo el sistema institucional desde la presidencia de su pintoresco Consell de la República, un ente de momento privado que está formado por los amigos políticos de Puigdemont que se agrupan acríticamente bajo su presidencia, que debe ser infusa, y quién sabe si hereditaria. Porque si Puigdemont fue presidente de la Generalitat cuando la CUP expulsó a Mas, ahora ese personaje atrabiliario atrincherado en Waterloo ni siquiera se ha presentado a las elecciones.
La pretensión de gobernar telemáticamente Cataluña por un extraordinario derecho intangible de conquista recuerda las gestas medievales, en que los señores feudales se sometían a los designios imperiales de quien tenía la sangre azul y la legitimidad dinástica. En otras palabras, Puigdemont, para servir a su exótica república, utiliza procedimientos propios de la monarquía absoluta. Lo cual es, como mínimo, divertido.
No es extraño que Esquerra Republicana se oponga frontalmente a esta pretensión, que levantaría carcajadas en Europa, donde todo el mundo sabe que Puigdemont, tras el escarnio del 1-O, puso pies en polvorosa para no tener que asumir sus responsabilidades, como sí hicieron Junqueras y otros ciudadanos que al menos fueron congruentes con sus comportamientos y convicciones.