Jugar con las cosas de comer (1)

Desde la colza para acá, varias han sido las pifias relacionadas con las cosas de comer

19 mayo 2017 19:54 | Actualizado a 21 mayo 2017 21:19
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Todos los gobiernos hablan obsesivamente de crecimiento, lo cual es incompatible con un planeta de recursos limitados. El sistema capitalista azuza esa obsesión, pero lejos de obtener el bienestar mayoritario de la población, lo que crece es la desigualdad. Crecen la pérdida de derechos laborales, sanitarios y de vivienda… generando auténticos dramas al lado de nuestra casa. Esta situación le importa un rábano a los agentes de la globalización neoliberal: a las multinacionales, al FMI, al Banco Mundial y, cómo no, a los difusores del ‘pensamiento único’, que cantan las bondades del sistema esperando que comulguemos con ruedas de molino. En los últimos años, la FAO y la OMC se han caracterizado por su mala gestión, pues han permitido la instrumentalización y el agravamiento de la crisis alimentaria. A ello se une el hecho preocupante de que en Europa no mandan los ciudadanos, sino los lobbies. La tendencia general es sacar partido de nuestras necesidades básicas: del agua (ver Y también la lluvia de I. Bollaín y P. Laverty), de la energía, de los alimentos… Respecto a esta última –la necesidad y el derecho a una alimentación sana y de calidad–, hay que tener tragaderas para digerir lo que actualmente están cocinando a nuestras espaldas, me refiero al TTIP (Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión), del cual me ocuparé en otro artículo. La buena noticia es que por el humo del guiso se sabe dónde está el fuego y, a pesar del secretismo del asunto, mi esperanza es que se difunda lo que está pasando, y no seamos tan burros que nos la metan doblada y encima tengamos que sonreír con gratitud.

Desde la colza para acá, varias han sido las pifias relacionadas con las cosas de comer: las hormonas de engorde, el clembuterol, el mercurio del pescado, el ganado demente, los pollos con dioxinas… Siendo maliciosos podríamos concluir que hay gente capaz de envenenarnos con tal de forrarse. Y el afán de lucro a costa de nuestra salud va in crescendo. Las grandes multinacionales imponen las áreas de investigación en las tecnologías química y transgénica, y mientras con una mano se las dan de ecologistas hasta las cachas con sus campañas de marketing –pues conocen la sensibilidad social hacia ese tema–, con la otra no parecen tener escrúpulos, bajo el amparo de vacíos legales o leyes obsoletas. Camuflan y confunden con publicidad que, en no pocas ocasiones, roza la inmoralidad, e inventan falacias para justificar sus abusos. Por ejemplo: el mito de la ‘seguridad alimentaria’. En la Unión Europea no se admiten los transgénicos, pero desde el gobierno del PP de J.M. Aznar (1998), en Aragón y Cataluña se cultiva maíz transgénico. Según Vandana Shiva (Cosecha robada. El secuestro del suministro mundial de alimentos), «todos los cultivos modificados genéticamente contienen genes resistentes a los antibióticos que ayudan a determinar si los genes procedentes de otros organismos han sido insertados correctamente en el cultivo transgénico. Esos genes indicadores pueden agravar la extendida incidencia de la resistencia a los antibióticos en los seres humanos. De hecho, Gran Bretaña, rechazó el maíz transgénico de Ciba-Geigy simplemente por contener el gen de la variedad más débil de resistencia a la campicilina», y la misma autora añade que los genes víricos de las plantas transgénicas podrían ocasionar nuevas enfermedades por virus recombinantes de amplio alcance. Esta admirable activista también nos recuerda que Greenpeace y otras organizaciones han dado a conocer –respecto a la soja transgénica y al glifosato del herbicida Roundup– que «las plantas de soja fumigadas con Roundup son más estrogénicas y que podrían actuar como perturbadoras hormonales o del sistema endocrino». Creo que, con ese botón de muestra, la tan cacareada seguridad alimentaria queda en entredicho.

Otra cosa muy sospechosa: los actores que participan en la intentona de controlar la alimentación mundial procuran, por todos los medios, neutralizar cualquier opinión en contra de sus métodos y actividades, e incluso hay quien –en este mismo periódico– bautiza a ciertos productos fitosanitarios (incluyendo al glifosato), nada menos que como «medicinas de las plantas». La comparación con la farmacopea humana no es muy afortunada, pues sabemos que las medicinas tienen, como mínimo, contraindicaciones, efectos secundarios e incompatibilidades. Asimismo –en su afán de vendernos la moto–, modifican el lenguaje y prefieren escribir las siglas OGM, a tener que especificar la palabra ‘transgénico’, pues esta última ya la conoce el gran público y no para bien. Además, las etiquetas están hechas para liliputienses con buena vista. Y eso en el caso de que el producto lleve etiqueta detallando el contenido de transgénicos, cosa que no siempre sucede. EEUU por su parte, utiliza la expresión ‘organismo vivo modificado’ y omite la palabra ‘genéticamente’ por la misma razón: porque existe un rechazo social hacia la manipulación genética.

Por último, otra mentira podrida que enarbolan con frecuencia las multinacionales alimentarias, es que el hambre en el mundo se debe a la escasez de alimentos y que los transgénicos acabarán con ella. No hay escasez, sino abundancia (Words Hunger: twelve myths, F. Moore Lappé y otros). Las causas del hambre son debidas a las desigualdades, a la pobreza y al acaparamiento de tierras de cultivo que antes pertenecían a los campesinos. Añadamos que unas pocas empresas controlan la mitad del mercado mundial de semillas, y que la intromisión que ejercen en las cosas de comer está agravando la situación. Primero fue el maíz en México como biocombustible, que encareció obscenamente el alimento básico de ese país. Luego la ya mencionada soja transgénica en América del sur, y ahora está siendo dilapidada casi toda África (Senegal, Mali, y otros lugares de África subsahariana). El envío de semillas transgénicas a esos países se hace incluso con la ayuda al desarrollo. Con nosotros no actúan tan a la descarada como en los países pobres, pero actúan. Y, sobre todo, piensan actuar a lo bestia cuando consigan la firma del TTIP. Entra de lleno en la responsabilidad política evitarlo. Ya lo decía mi madre: no se puede jugar con las cosas de comer.

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