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Plátanos, prensa y censura

Los populismos y movimientos extremistas se afianzan en Europa blandiendo conceptos como libertad y censura contra aquellos que exponen sus tácticas

06 octubre 2023 19:01 | Actualizado a 07 octubre 2023 14:00
Javier Luque
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Luis sostenía una pera en la mano. Era media mañana y había aprovechado la pausa del café para bajar a la frutería. «¿A cuánto está el kilo de plátanos?», le preguntó al frutero señalando vehementemente con el índice la pera que seguía en su mano.

El frutero, aturdido, se lo quedó mirando en silencio. «Las zanahorias están a 1,10 el kilo», le respondió. Tengo la sensación que este tipo de conversaciones, por absurdas que parezcan, son más habituales de lo que creemos.

Hace unos días tuve la oportunidad de entrevistar a Alexander Roth, un periodista alemán de 34 años que trabaja para el periódico local de Waiblingen, una pequeña ciudad de 56.000 habitantes a las afueras de Stuttgart. Es una zona industrial ligada a la automoción (Porsche y Mercedes Benz tienen allí sus sedes) y, desde 2020, uno de los bastiones de la extrema derecha y grupos conspiranoicos de Alemania.

De hecho, Alexander Roth fue de los primeros periodistas en observar cómo los líderes locales del ‘Reichsbürger’ (grupos de extrema derecha dispersos por toda Alemania cuyo objetivo es restaurar el Reich, el imperio alemán) tenían cada vez más presencia en las manifestaciones antivacunas que, en plena pandemia, proliferaban en la región. Roth publicó una serie de crónicas narrando la que en aquel momento parecía una extraña coalición de la extrema derecha con miembros del ‘Querdenker’ (el QAnon alemán o grupos de la conspiración).

Su fotografía no tardó en aparecer en los canales de Telegram de estos grupos incitando a la violencia contra él y los líderes a menudo mencionaban su nombre desde los escenarios en los que se congregaban los cientos de manifestantes que participaban en las marchas.

Sin embargo, lo que dejó aturdido a Roth no fue ni lo uno, ni lo otro. El periodista, especializado en la extrema derecha de Alemania, está acostumbrado a las amenazas de muerte desde hace años. No.

Por primera vez en su carrera, me contaba Roth, los participantes de manifestaciones abiertamente neonazis le tildaban a él de ser eso, un nazi por «publicar en mi periódico lo que ellos dicen que son mentiras porque atentan contra el derecho que tienen a expresar libremente su opinión e ideología».

El suyo no es un caso aislado. En Croacia, varios políticos de carácter populista que utilizan las redes sociales para difundir información falsa acusan a los verificadores de ejercer la censura cada vez que alertan a la comunidad de estas prácticas. Unos censores, dicen los populistas, al servicio de poderes económicos globales que no quieren que ‘la verdad’ salga a la luz.

De hecho, siete de cada diez fact-checkers en Europa han recibido algún tipo de amenaza o campaña de desprestigio por parte de actores políticos, según el estudio que el Instituto Internacional de la Prensa publicó el pasado mes de abril.

Es decir, por un lado, movimientos extremistas que recurren a la amenaza y la violencia con el fin de intimidar, y, por el otro, actores políticos que se sirven de bulos para afianzarse en las instituciones se presentan a menudo como víctimas de un sistema corrupto que les censura. A su vez, ambos etiquetan de ‘intolerantes’, nazis o censores a todo aquél que expone con hechos sus prácticas.

Hasta ahora, nuestra manera de entender la vida y vivirla se cimentaba en conceptos como libertad, censura, hechos, opinión, verdad o mentira. Unas palabras que en manos de los populismos se van quedando cada vez más vacías de significado.

Hastiados, nos aislamos en grupos en los que se maneja una interpretación de lo que es verdad y mentira con la que nos sentimos cómodos y creamos unos tejidos de solidaridad con las personas que defienden estos mismos postulados. En cuanto un ‘agente externo’, ya sea periodista, verificador, político, cliente o frutero pone en tela de juicio estos postulados, nos revolvemos como si de un ataque se tratase.

Una vez, me explicaba Roth, mientras cubría una protesta de grupos asociados a las teorías de la conspiración y la extrema derecha, una mujer de unos 70 u 80 años en apariencia inofensiva se le acercó y, con un tono calmado, le dijo: «Alguien va a tener que poner una bomba por aquí». Lo hizo en plena calle y ante varios testigos con el convencimiento de aquél que se cree con el legítimo derecho de defenderse contra un agresor, concluía Roth.

Cada vez más, vivimos instalados en realidades que apenas convergen.

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