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    Por qué llenamos las playas y vaciamos las manis

    Convivir en un estado, en el que pueden haber varios países como pasa en tantos y no pasa nada, no consiste en imponer tu versión de los hechos, sino admitir que la coexistencia pacífica es el fruto de la renuncia

    04 octubre 2023 18:56 | Actualizado a 05 octubre 2023 14:00
    Lluís Amiguet
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    Llevamos cinco elecciones –dos repetidas y podría haber otra pronto– en ocho años y en vez de oír hablar en las últimas de la educación –¿cómo es posible que haya que suspender a un tercio de los profesores ya en ejercicio en la oposición?–; de nuestra Sanidad, en la que los médicos están muy mal pagados y muchos, entre ellos algunos de Tarragona que conozco, prefieren irse a Francia, por no hablar de las enfermeras formadas aquí que cobran hasta el triple en Reino Unido...

    ¿De verdad que el debate más urgente en nuestras vidas son ahora grandes referéndums, reconciliaciones, cambiar fronteras, refundar países, replantearnos el estado de derecho...?

    No es de extrañar que cada vez las manifestaciones para lograr esas grandes metas históricas tras proclamas –¡qué manía con ser históricos en cada campaña electoral!– estén más vacías... Y las playas más llenas.

    Porque quienes reclaman referéndums u ofrecen pactos históricos ya podrían empezar a ganar la elección cotidiana que es la democracia mejorando hospitales y colegios a los que los trenes deberían llegar a su hora o desde carreteras no colapsadas. Así ganarían la confianza y el voto en el día a día hasta lograr mayorías inequívocas y sostenidas en el tiempo y no dependerían de su última proclama.

    Pedir la atención de Europa, el mundo nos contempla, en titulares antes de ganarse esos votos en la microgestión de las aulas, los ambulatorios, las comisarías, las carreteras, las fábricas, la agricultura, la vivienda... Es lanzar altisonantes cortinas de humo históricas para disimular su incompetencia cotidiana.

    Pero así hemos elegido a nuestros dirigentes: más pendientes del marketing de una frase que de las cifras cotidianas de efectividad de su gestión. Tal vez debamos educarnos también nosotros en examinarlas y no estar pendientes –como si la gestión de nuestras vidas fuera un culebrón– del golpe de efecto del último capítulo o de la ocurrencia del guionista que son esos demasiados asesores que venden humo a costa de los partidos que pagamos todos, que logra engancharnos.

    Convivir en un estado, en el que pueden haber varios países como pasa en tantos y no pasa nada, no consiste en imponer tu versión de los hechos a los demás y esperar que te voten, sino admitir que la coexistencia pacífica es el fruto de la renuncia.

    En los países, como en las mejores escaleras de vecinos: odias al del cuarto porque su perro te llena de pelos la escalera, pero esperas que él maldice a tu hijo porque pone la música demasiado alta.

    Y no se trata de partir el edificio entre perros y niños, sino de soportarse tan solo para poder votar un día juntos que hay que pintar la escalera y así evitamos vivir en una cuadra de navajeros.

    Nadie tiene todo lo que quiere, pero todos queremos lo poco que tenemos, porque la alternativa es mucho peor. Pues bien, la política adulta y la madurez de un país consiste precisamente en aguantarnos los unos a los otros.

    Por eso en este interminable debate de investidura echamos en falta nuestros problemas reales: encontrar un buen piso, pagar menos impuestos por mejores servicios, que te atiendan bien y a tiempo en el hospital, gestionar el campo en la sequía ya crónica, la resiliencia de nuestro sistema de pensiones cuando cada vez somos más los más mayores...

    Pero solo nos llegan grandes proclamas, teatros de megalomanía y vanidad, delirios de protagonismo ante los que deberíamos decir lo que le gritaba Buñuel, genial junto a Dalí, cuando algún político se arriesgaba a discursear en la legendaria Residencia de Estudiantes: «Y a nosotros... ¿Qué?».

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