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    Dimitir no es un ruso

    24 enero 2023 20:33 | Actualizado a 25 enero 2023 07:00
    Alfredo Ramírez Nárdiz
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    Cuenta la leyenda que sobre el escritorio de Manuel Fraga había un cartelito colgado de la pared que rezaba: «Mariquita el que dimita». Disculpen comenzar este texto con una grosería, pero, ya saben, la política es una cosa complicada.

    El caso es que, viendo la actualidad política nacional desde una cierta imparcialidad desapasionada, propia del constitucionalista que asiste al devenir político cual entomólogo que observa curioso, pero sin excesiva emoción, el cruel ritual de la mantis religiosa comiéndose a su pareja tras fornicar con ella, uno se pregunta qué necesitan nuestros prohombres públicos para considerar que ha llegado el momento propicio para hacer mutis por el foro. Esto es, para asumir los errores, dimitir e irse a casa a hacer lo que fuese que hiciesen antes de meterse en la vida pública.

    Dirán ustedes, ¿está pensando en alguien en particular? Evidentemente. Pienso en esa secretaria de estado que se parte de la risa elucubrando acerca de cuántos violadores saldrán de prisión merced a la alta técnica jurídica que adorna la redacción de la popularmente conocida como «ley del sólo sí es sí»; pienso en ese vicepresidente autonómico que fantasea con presionar hasta la náusea a mujeres que desean poner fin a su embarazo y que, cuando le preguntan que cómo van sus conocimientos sobre la materia, responde que él de embarazos sabe poco; pienso en ese ministro de sanidad que ahora aspira a ser presidente de la Generalitat y que parece que ya no recuerde su gloriosa gestión de la pandemia; pienso en esa presidenta autonómica madrileña a la que se le caen los barrios bajo los cuales pasa el metro y que afirma rumbosa que la culpa es un contubernio marxista; pienso en todos los que nos iban a llevar a Ítaca y lo que nos llevaron fue a hacer el ridículo; este fin de semana hasta pensé en Feijoo y en la urgente necesidad de que alguien le diga que ponerse jersey de cuello vuelto para parecer más juvenil debería estar castigado con la decapitación o, peor aún, con tener que jugar a la petanca con Antonio.

    Aquí en España da la sensación de que, para que alguien dimita, tiene que sugerírselo Pavía entrando a caballo a su despacho

    Pero da igual en quién piense o deje de pensar, porque aquí no dimite ni Dios. Después se escucha que en Alemania la ministra de defensa dimite por su dubitativa gestión, que en el Reino Unido lo hace la primera ministra tras haber presentado un absurdo plan económico, que en Italia lo hace Draghi por no tener apoyos parlamentarios, que aquí dimite uno por haber plagiado su tesis (qué países afortunados aquellos en los que los políticos dimiten por plagiar sus tesis. ¡Eso significa que al menos las escribieron ellos!), allí otro por utilizar fondos públicos para podar el jardín, o acullá, o sea, en Nueva Zelanda, por no tener ya energías suficientes para desempeñar el cargo.

    Jacinta Ardern dimite por falta de fuerzas. Imaginen qué impresión genera eso en un ciudadano de un país acostumbrado a Caudillos que se mantenían en el puesto con más tubos en el cuerpo que alfileres un muñequito vudú (ya saben el chiste: se acerca Carmen Polo y le dice a un Franco moribundo: «Paco, los españoles han venido a despedirse», a lo que responde el ínclito con un hilillo de voz: «¿Y a dónde se van?»). Aquí en España da la sensación de que, para que alguien dimita, tiene que sugerírselo Pavía entrando a caballo a su despacho.

    Mala democracia tenemos donde los políticos no tienen interiorizado que también tienen el deber de rendir cuentas

    Y eso es un problema. Porque la democracia, en contra de lo que se tiende a creer, no es simplemente que la gente elija a alguien y que ese alguien gobierne haciendo lo que quiera. Por el contrario, la democracia es un camino de ida y vuelta en el que ese alguien debe ser responsable frente a una ciudadanía que tiene derecho a controlarlo.

    O sea, que mala democracia tenemos donde los políticos no tienen interiorizado que no sólo tienen el derecho a gobernar, sino también el deber de rendir cuentas. Son cosas aparentemente menores como esa las que hacen que una democracia lo sea de verdad o lo sea solo a medias.

    Asumir que, si la cagas, pues te has de ir a tu casa, pues en política se está para servir, no para servirse. Tristemente, sabiendo que muchos de nuestros líderes tienen menos papeles que una liebre y una experiencia profesional ajena a la política comparable a una piedra (una de esas que están en el borde del camino y que lo único que inspiran es ganas de darles una patada), no es de prever que decidan voluntariamente abandonar la canonjía que ha venido Dios a darles y que ni locos piensan abandonar. Ni que les echen aceite hirviendo, oiga.

    Y así pasan los años y te descubres a ti mismo cada día más melancólico. Mirando las hojas caer en otoño, los caminos helarse en invierno. Preguntándote si volverán las oscuras golondrinas y qué será lo que quiere el negro. Sabiendo que aquí no dimite nadie. Resignándote a tomar el café sin azúcar y a dejar la carne roja. Es lo que hay.

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