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    El triunfo de lo individual sobre lo colectivo

    13 agosto 2023 17:00 | Actualizado a 14 agosto 2023 07:00
    Cándido Marquesán
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    Un libro espléndido es Dominio. La guerra invisible de los poderosos contra los súbditos, de Marco d’Eramo, del que expongo algunas reflexiones. En la concepción neoliberal de la política no caben las trasformaciones: la idea de poder cambiar el mundo es una utopía inalcanzable. Este es el ‘realismo capitalista’ del que habla Mark Fisher, que es provocado por una impotencia irreflexiva: no se trata de una cuestión de apatía o cinismo, sino de que incluso siendo conscientes de que las cosas andan mal, también lo somos de que no podemos hacer nada al respecto. Sin embargo, esta reflexividad no es producto de la observación pasiva de un estado de cosas previamente existente. Es más bien una especie de profecía autoincumplida.

    Lo real es que, si algo nos atormenta, sobre todo, tras la crisis del 2008, es observar que no se divisa en el horizonte revuelta alguna. Por ello, debemos hacernos una pregunta, difícil de responder. ¿Por qué no nos rebelamos? ¿Por qué no estallan iracundos los jóvenes, los más perjudicados en el modelo neoliberal? Es cierto que brotan tímidos y endebles movimientos –la revuelta chilena de 2019, los chalecos amarillos, el 15-M, Occupy Wall Street, las primaveras árabes– que son metabolizados de inmediato por el sistema político, pero son escarceos indefensos para hacer frente a los bofetones que los dominadores están soltando a los dominados. Nos vemos invadidos por el desánimo, y nos viene a la mente el estupor que sentían David Hume y Étienne de la Boétie ante la vocación humana a la subordinación, a la obediencia al dominio de otros, que eran unos pocos.

    Lo real, es que, si algo nos atormenta, sobre todo, tras la crisis del 2008, es observar que no se divisa en el horizonte revuelta alguna

    Hume estaba atónito: «Nada más sorprendente para quienes consideran con mirada filosófica los asuntos humanos que la facilidad con que los muchos son gobernados por los pocos, y la implícita sumisión con que los hombres resignan sus sentimientos y pasiones ante los de sus gobernantes. Si nos preguntamos por qué medios se produce este milagro, hallaremos que, puesto que la fuerza está siempre del lado de los gobernados, quienes gobiernan no pueden apoyarse sino en la opinión, que es, por tanto, el único fundamento del gobierno, y esta máxima alcanza lo mismo a los gobiernos más despóticos y militares que a los más populares y libres».

    Ya dos siglos antes, Étienne de la Boétie se asombraba ante la ‘servidumbre voluntaria’ con la que los hombres se someten al tirano: «Es realmente sorprendente –y, sin embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos– ver cómo millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y sojuzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados por una fuerza mayor, sino, por el contrario, porque están fascinados y, por decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no deberían ni temer –ya que está solo–, ni apreciar –al mostrarse con ellos inhumano y salvaje–». «¿Cómo llamar a ese vicio, ese vicio tan horrible?», se preguntaba el joven La Boétie –tenía 24 años cuando escribió estas palabras–. Son los propios pueblos los que se dejan encadenar, o, mejor, se hacen encadenar, ya que, con solo dejar de servir, romperían sus cadenas. Ante la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la libertad y elige el yugo».

    No obstante, La Boétie como Hume escribieron los textos citados antes de que se iniciaran la ‘era de las revoluciones’, que supusieron una demostración tras otra, que los muchos no se dejaban gobernar tan fácilmente por los pocos y que no siempre se degüellan a sí mismos: Francia 1789, 1830, 1848, 1870; Haití, 1791; toda Europa, 1848; Rusia, 1905, 1917; Alemania, 1919, 1989; China, 1948; Cuba, 1959... Nunca, en los 5.000 años anteriores, la historia de la humanidad había presenciado un número tan elevado y frecuente de revoluciones.

    Una posible hipótesis de esta servidumbre del pueblo de hoy, quizá sea que la ‘era de las revoluciones’ ha sido muy corta, ha durado solo dos siglos, y ya ha finiquitado. Pero cómo es que terminó y por qué, dado que durante dos siglos los seres humanos aborrecieron la servidumbre voluntaria. ¿Por qué hoy se ha impuesto la impotencia reflexiva de la que hablaba Mark Fisher?

    Siempre las clases dominantes han encontrado argumentos para mantener su dominio sobre el pueblo dominado

    Una posible explicación nos la proporciona Wendy Brown en su libro Las ruinas del neoliberalismo. El ascenso de las políticas antidemocráticas en Occidente. Al reducir todos los problemas políticos y sociales a términos de mercado, el neoliberalismo los convierte en problemas individuales con soluciones de mercado. En los Estados Unidos: colegios privados con un sistema de vales como respuesta al colapso buscado de la calidad de la educación pública; alarmas individuales antirrobo, vigilantes privados y comunidades cerradas como respuesta a la presencia de una clase ‘desechable’ y la vergonzosa desigualdad económica: y, por supuesto, todo un surtido de antidepresivos en respuesta a vidas insignificantes y desesperadas en un mundo pleno de comodidad y de libertad. Esta conversión en bienes de consumo de problemas con raíces sociales, económicas y políticas despolitiza el propio capitalismo. Así, el tan polémico compromiso del neoliberalismo con la ‘privatización’ tiene secuelas que van mucho más allá de la subcontratación de la policía, las cárceles, el Estado de bienestar por un lado y el acaparamiento de las instituciones públicas por otro. La privatización como valor y práctica penetra en profundidad en la cultura del ciudadano-sujeto. Si tenemos un problema, buscamos un producto en el mercado.

    La privatización de nuestras cabezas va más allá del cuadro descrito por W. Brown. No solo transforma las soluciones sociales de los problemas en mercancía; la privatización de nuestras cabezas nos ha convencido de que la acción colectiva no tiene sentido, no produce nada, de que la única salvación de nuestros problemas es individual, que la única posibilidad de mejorar nuestras vidas no radica en cooperar y actuar juntos, sino en darnos codazos, abrirnos camino sin altruismo alguno, y que la única relación entre los seres humanos es la del mercado, es decir, entre cliente y proveedor por un lado y de competencia por otro, lo que nos obliga a mirar a nuestros semejantes solo representados en estas tres figuras: cliente, proveedor o competidor. Llegados aquí, uno de los pilares del neoliberalismo pasó por desmantelar el Estado social. Muchas de las instituciones de protección social y los pactos surgidos en la posguerra fueron asaltados bajo la bandera de las privatizaciones. Ahora debía reinar el individuo, así lo sentenció Margaret Thatcher cuando decía sobre la sociedad: «No existe tal cosa, solo individuos». Ya no tiene sentido alguno hablar de justicia social: ¿justicia entre clientes?, ¿justicia entre proveedores?, ¿justicia entre competidores? Y lo más grave, como señalaba al principio, que no hay alternativa a esta situación. Tampoco es nuevo en la historia. Siempre las clases dominantes han encontrado argumentos para justificar el inmovilismo y mantener su dominio sobre el pueblo dominado. En esta tarea han contribuido los intelectuales orgánicos. A tal efecto resulta pertinente recordar el libro de Albert O.Hirschman Retórica reaccionaria, donde podemos observar los discursos empleados por los conservadores a lo largo de los últimos 200 años para evitar cualquier progreso social, político y económico.

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