La Esperanza: el barrio maldito de Tarragona

‘Nació’ hace medio siglo para erradicar el chabolismo en la ciudad. Pero, con los años, se convirtió en un núcleo de venta de drogas

02 julio 2022 17:14 | Actualizado a 03 julio 2022 08:02
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«Después de muchas esperas, quizás demasiadas, los moradores del Barrio de la Esperanza han recibido sus llaves. Son las llaves de 114 viviendas, modestas pero alegres. Se le dio el nombre de Esperanza porque para los habitantes creo que ahora comenzará una nueva etapa de sus vidas, sobre todo para los más pequeños. Desde el barrio se ve la ciudad de otra manera. Y desde los viejos olivos que circundan el barrio se ve a éste blanco, limpio, amable y sonriente». Con este lenguaje tan naíf, ‘Roger-2’, un articulista del ‘Diario de Tarragona’ informaba del estreno del núcleo el 18 de febrero de 1976.

Por «moradores», se refería a las personas que habían subsistido en las chabolas del Francolí hasta que una riada las destruyó en octubre de 1970. Las 73 familias afectadas fueron trasladadas al preventorio de la Savinosa, entonces vacío. Dos años después, en 1972, ahora hace medio siglo, se dio luz verde a la construcción de un barrio con miniviviendas de 36 m2 que debía servir como paso intermedio hasta que las familias fueran realojadas en pisos.

Diversas entidades y asociaciones apoyaron la construcción de La Esperanza para erradicar el chabolismo. En un artículo publicado el 12 de marzo de 1972, un grupo de vecinos de Bonavista reclamaba que «las autoridades lleven a término con prontitud la realización del citado barrio a fin de poder ofrecer unas condiciones de vida dignas del ser humano».

En el mismo artículo «los jóvenes de Torreforta» defendían que «es mucho más necesario y más humanitario solucionar el problema del chabolismo que arreglar los accesos al nuevo campo del Nàstic», una cuestión latente por esas fechas. Las peticiones de ambos colectivos eran apoyadas por «numerosos profesores y alumnos del C.O.U. de La Salle», los «trabajadores de una importante empresa de Tarragona» y varios de los médicos más conocidos de la ciudad.

La respuesta a ese clamor popular no se hizo realidad hasta cuatro años después. Las viviendas se construyeron entre Campclar y Bonavista, cerca de la actual Anella Olímpica. Las ocuparon unas 600 personas (el 82% de etnia gitana) que vivían de la venta ambulante o de la mendicidad.

A una de las 114 viviendas fueron a vivir tres monjas carmelitas vedrunas: Nuria Meroño, Àngels Soques y Fina Grau. Fueron tres de las personas que se dejaron la piel para mejorar la vida de los habitantes de la Esperanza. Junto a ellas, la trabajadora social Inmaculada Sastre, el cura jesuita Juan de la Creu Badell, el doctor Araiz, los profesores/as de la escuela y la guardería, los y las monitoras de las actividades extraescolares...

Las tres monjas residieron en la Esperanza hasta 1990 cuando la situación ya era insostenible. Los problemas comenzaron a mediados de los años 80. «Empezaron a venir familias de fuera de Tarragona. Eran clanes conflictivos. Trajeron la droga y el barrio se estropeó. Recuerdo alguna intervención policial. Rodeaban las casas. Me recordaba a cuando corríamos delante de la policía franquista. Siempre culpaban de todo a la Esperanza, aunque sucediese en otro lugar. Al final todas las familias que vivían desde el principio querían marcharse», recuerda la hermana Nuria, que, a sus 84 años, muestra una envidiable vitalidad.

$!Llegó un momento en que los autobuses no se atrevían a acceder al barrio. FOTO: MARC ARIAS/DT

La hermana Nuria era profesora en la escuela. «Les preguntaba a los niños. ‘¿dónde has nacido?’. Ellos me respondían ‘En Tarragona’. Y yo les replicaba ‘Heu de dir sóc català. He nascut a Tarragona’. Quería darles una identidad», explica.

«Había niños muy listos. Yo esperaba que se motivaran y me pidieran aprender una cosa. Había un niño que no me pedía nada hasta que un día me dijo ‘enséñame las letras’. Al rato vino con un folio entero con una caligrafía muy bien hecha», rememora.

Otra maestra, en este caso de los más peques, fue Sefa Caamaño. Primero ayudó a la trabajadora social Inmaculada Sastre a elaborar el censo de los vecinos. Luego la contrataron para la guardería, financiada por la Obra Social de Caixa Tarragona.

Sefa: «Había muchas vecinos indocumentados. Cuando les preguntabas cuándo había nacido su hijo o hija recordaban el año, claro, pero no la fecha exacta. Te decían que ‘por la vendimia’ o ‘por la recogida de la aceituna’. Muchos niños habían nacido en la misma chabola, no en un hospital. Les acompañaba al juzgado para que regularizaran su situación».

En la guardería, en la que trabajó hasta 1982, Sefa cuidaba de los niños de 4 a 5 años. El centro estaba dividido en tres grupos: los bebés, los que ya sabían caminar y los de 4 y 5 años. Sefa y sus compañeras alimentaban a los niños tres veces al día (desayuno, comida y merienda) y les lavaban.

«Al principio la relación con las familias era de desconfianza. Nos verían como a intrusos. Las madres tenían miedo de qué podíamos hacer a sus hijos y sentían que las íbamos a juzgar. Fuimos puerta a puerta para convencerlas de que llevasen los niños a la guardería. Luego la relación fue muy buena y unas vecinas aconsejaban a otras que llevasen a los niños a la guardería», dice Sefa.

Otra persona que trabajó en el barrio fue María del Carmen Almonacid. Ejerció de monitora de actividades extraescolares entre 1984 y 1992. Impartía clases de plástica. Treinta años después, apunta, con orgullo, que uno de sus grandes logros fue llevar de viaje a ocho niños del barrio al santuario de Nuria y a la estación de esquí de la Molina. Parece algo sencillo, pero no lo era. Sacar a los chavales de aquel ambiente, aunque solo fuera unos días, resultó un éxito para Almonacid.

María del Carmen regresaba a pie a su casa en Bonavista. Las madres que la veían caminar sola de noche llamaban a sus niños para que la ‘escoltaran’. Era una demostración de cariño en un barrio que ya entraba en barrena. «Veía a gente pinchándose por donde yo pasaba», relata María del Carmen.

$!Una intervención policial el 21 de marzo de 1994. FOTO: LLUIS MILIAN

Ir a vivir a la Esperanza fue todo un shock para Miguel Heredia. Su familia se trasladó a Tarragona desde Palma de Mallorca. «Era buena gente, muy humilde. Tenían cuadras y caballos. Los metían en las casas. Encendían hogueras en la calle y se calentaban con una botella de vino. Aquello me impactó. No estaba acostumbrado, pero tengo recuerdos entrañables», comenta.

Miguel, que ahora tiene 60 años, estuvo siete en La Esperanza. «¿Droga? Si eras del barrio te respetaban. Yo vivo ahora en Campoclaro y aquí también hay droga. En la Esperanza había mucha gente sin recursos, que necesitaba comer. Cuando el hambre aprieta, la imaginación vuela», sostiene.

Uno de los dirigentes vecinales del vecino barrio de Bonavista, Salvador Caamaño, recuerda que, cuando la droga ya se había apoderado de La Esperanza, «los autobuses ya no llegaban hasta el mismo barrio sino que paraban y daban la vuelta a unos 150 metros de las primeras casas y los taxis tampoco querían acercarse».

Caamaño: «El barrio acabó siendo una ciudad sin ley donde normalmente ni la policía entraba. La Esperanza tuvo mucho de ‘territorio comanche’. Apenas nadie del centro de la ciudad se atrevió a pisar las calles, pues para ellos tenía un halo o aureola de barrio de ‘indeseables’, una especie de isla de los marginados».

La imagen que quedó de La Esperanza entre los tarraconenses fue precisamente la que describe Caamaño, la de la última etapa del barrio como hipermercado de la droga. «Recuerdo que veía desde la ventana de mi casa filas de yonkis caminando hacia la Esperanza en busca de su dosis», rememora un exvecino de Campclar.

La situación se fue degradando de tal modo que las autoridades decidieron derribar completamente el barrio en 1995. Estuvo en pie, por tanto, poco más de 19 años. Ya antes se iban derruyendo las casas que quedaban vacías cuando los vecinos ‘originales’ se iban. En 1990, solo vivían 40 familias en el barrio. Entre ellas, una decena de las que habían llegado en febrero de 1976.

El problema de la droga, sin embargo, no se solucionó y la venta se trasladó a otras zonas cercanas, aunque no a tanta escala. Para Almonacid, la Esperanza «se convirtió en un barrio maldito». No estaría mal que el actual Ayuntamiento de Tarragona, que tanto presume de memoria histórica, colocase una placa con una foto y una reseña donde estuvo ubicado el barrio. En recuerdo de aquellos que vivieron en una zona que nació como un sueño y acabó como la peor pesadilla posible.

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