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    Sabía que vendrías

    12 mayo 2023 18:43 | Actualizado a 13 mayo 2023 07:00
    Josep Moya-Angeler
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    Ojalá todos los dramas tuvieran la belleza de este cuento: Tras la batalla, retirada la tropa, un soldado pide permiso al capitán para volver al campo de batalla y recoger a su amigo herido. «No vayas. Es inútil –dice el capitán–, tu amigo debe de estar muerto». Desobedeciendo la orden, el soldado vuelve al escenario de la refriega. Regresa al cabo de unas horas, con el amigo en brazos. Muerto. «Lo ves –le dice el capitán–, te dije que había muerto». Y el soldado responde: «Pero cuando he llegado al campo de batalla, aún estaba vivo. Me ha sonreído y, abrazándome, me ha dicho: ‘Sabía que vendrías’».

    La amistad, esa bella forma de amor, es la pulsión que hace muchas veces que la vida sea hermosa, bendecida por la generosidad de quien se siente noble, abierto, dispuesto y solícito con quien ha congeniado. En especial cuando, atenuadas las hormonas, hombres y mujeres cierran lazos de amistad sincera, sin condiciones. Pocos lo dicen pero en eso se basa la cultura cristiana: en lo que los textos bíblicos llaman «el amor al prójimo». Ese amor es el estadio superior al respeto y produce un gozo notorio cuando aflora. Pero la competitividad con la que hay quien nos alecciona nos convierte en el ‘homo lupus hominis’ y nos hace olvidar la satisfacción de la bondad y su exaltación. Sin bondad, no hay amistad, porque la generosidad imprescindible nace del espíritu que entiende que la vida es convivencia y la convivencia exige congeniar con los demás.

    La amistad, esa bella forma de amor, es la pulsión que hace que la vida sea hermosa, bendecida por la generosidad de quien se siente noble, abierto y solícito con quien ha congeniado

    En un país en que la gente –y la televisión es su máxima expresión– se despide diciendo eso de «¡un abrazo!», y lo dice sin pensar, el hecho de sentir la belleza de la amistad no es habitual. Porque hay una cosa horrenda que pulula por todas partes que es la llamada amistad egoísta. Es decir, crear vínculos de relación porque nos prometen un retorno que tal vez no merecemos.

    De ahí la fácil situación de sentirse traicionado o no correspondido. En esos casos, hemos errado al establecer lo que debiera ser una correspondencia de sentimientos. Hemos elegido mal, y la culpa no es del otro.

    Hay una amistad profunda que la vida nos brinda, la que acompaña al amor pasional. Sin ella, ese amor es tan solo un egoísmo posesivo, o en el mejor de los casos una satisfacción biológica, así de duro es decirlo. Porque el amor, por encima de una emoción es un sentimiento que suele darnos mayor gozo que cualquier sensación, eso que como indica su nombre sale puramente de los sentidos.

    Sin bondad, no hay amistad, porque la generosidad imprescindible nace del espíritu que entiende que la vida es convivencia y la convivencia exige congeniar con los demás

    Un viejo amigo me dijo una vez que cuando era joven si tocaba la pierna de su amada le hervía la sangre, y que si ahora a ella le dolía la pierna, él sufría como si le doliera a él. Había tenido la suerte de derivar el eros hacia el agapi de los griegos. Otros, inconscientes de cuanto manejan entre manos, se estrellan y naufragan en el amor y la amistad. La estadística habla de que el 57 por ciento de matrimonios españoles acaba en divorcio. En Francia, presuntos ‘reyes del divorcio’, están en el 49 por ciento. Parece que a la sombra de Marianne se casan con mayor sensatez y sentido de la amistad en el matrimonio.

    Por otra parte, la frivolidad anima a muchos a proclamar amistades que en realidad son tan solo compañerismos, coleguismos o relaciones ocasionales. A los amigos se les tiene de por vida y se les llora, físicamente con lágrimas e incluso con trastornos físicos de dolor, cuando mueren. Sin blandenguerías. Y no por una cuestión cultural, sino porque forman parte de la espiritualidad con que podemos enfocar nuestra vida, nuestro ser y nuestro estar.

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