Sota, caballo y... ¿Rey?

La pregunta del sillón, o sea del trono, es qué le pasó al rey emérito para perder tantos papeles tantas veces desde la cacería de elefantes
a su descuidada relación con nuestra Hacienda

27 abril 2022 21:54 | Actualizado a 28 abril 2022 08:00
Lluís Amiguet
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Desayuné el viernes con Laurence Debray en el Presidente de Barcelona. Laurence es hija del revolucionario francés Regis Debray, uno de los últimos compañeros guerrilleros del Che Guevara en Bolivia, y de la antropóloga venezolana Elizabeth Burgos. Y ha escrito un libro sobre el emérito, El rey caído, que, más allá de la corina y la corona, invita a chequear el pulso en la calle de la salud de la jefatura del Estado.

Es asunto que antaño provocó nuestra Guerra Civil y su millón de muertos y hoy indigna, pero sin haber motivado -que yo sepa- ni siquiera una manifestación callejera de repulsa contra la dudosa conducta del emérito.

Tal vez sea yo un optimista impenitente, y más después de la que ha caído aquí en Catalunya; pero uno quisiera ver un signo más de madurez que de resignación en esa calma con que nos la tomamos.

Laurence ha visitado en varias ocasiones al que fuera nuestro monarca en Dubai (apunta que se queja de las comidas: el jabugo, ya se sabe); por eso, le pregunto si es consciente de que la monarquía en España ha pasado de ser irritante para algunos y núcleo de todas las desgracias que nos afligen a apenas relevante para la mayoría o, por lo menos, no tanto como para pasar del desengaño institucional a la protesta masiva.

Mis amigos republicanos ven en esa falta de reprobación pública, una más grave: íntima y privada. Otros, en cambio, repiten que la monarquía constitucional nos acerca a otras europeas como la holandesa, sueca, noruega o danesa. Pero si nuestra sociedad fuera tan próspera y consolidada democracia como la holandesa, sueca, noruega o danesa, replico, también daría igual que fuéramos monarquía o república.

Del mismo modo que la calidad de vida de los finlandeses, de las más altas del planeta, está a la par de esos vecinos monárquicos, aunque Finlandia, en cambio, sea una república.

Debray defiende que, pese a todos los pesares, el emérito es parte salvable de nuestra Historia. Matizo que, en cualquier caso, los ciudadanos parecen decididos a que sea parte olvidable.

Y compara la liberalidad con que los franceses juzgaron a las amantes e hijas, al menos a la que se dio a conocer, del presidente François Mitterrand con el «juicio estricto» a que hemos sometido los amoríos de Juan Carlos I. Uno podría aducir que a Mitterrand lo eligieron en las urnas y al emérito fue Franco el que lo designó; pero ella repone que nosotros votamos la Constitución también en las urnas.

Y a la pregunta de si un rey vale lo que cuesta; responde Debray que pesa mucho más en la escena internacional, tan movida estas semanas, un monarca que un presidente. Habría pues que tasar cuánto nos cuesta a los contribuyentes ese peso representativo de más que aduce a favor de la monarquía.

Pero la pregunta del sillón; o sea del trono, es qué le pasó al entonces rey de España para perder tantos papeles tantas veces desde la cacería de elefantes a su descuidada relación con nuestra Hacienda.

Y en la respuesta, al fin, coincidimos: los griegos la llamaron Hubris. No es más que la soberbia. El impulso demoniaco que llevó a Ícaro a volar con sus alas de cera tan cerca del sol, que se derritieron y acabó cayendo. «A quien los dioses quieren perder, decían, le hacen creer que es como ellos». Y a Juan Carlos I le hicieron creer que volaba cuando llevaba unas alas de Cupido de ir por casa que no aguantaron los embates de las cortesanas. Va a costar que la institución despegue.

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