Lo que puede un junco

La mente humana acertó a abrir una auténtica vía de acceso al infinito a través de los libros

22 julio 2020 09:50 | Actualizado a 22 julio 2020 10:05
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Fue el primer libro que pude comprar en la primera salida del confinamiento, en una librería de Toledo, Taiga, que abría por primera vez ese día sus puertas sin cita previa. No lo leí en seguida: andaba en otras cosas, en particular, en una relectura de Joseph Roth, tan recomendable en estos tiempos en los que, como a él, se nos ha desmoronado el mundo donde nos criamos. Cuando lo abrí, comprendí que no debía darme prisa en leerlo, y cuando lo terminé, días más tarde, que tampoco me apresuraría a escribir sobre las impresiones que me había producido.

El libro al que me refiero se titula ‘El infinito en un junco’, su autora es la zaragozana Irene Vallejo, le ha valido el prestigioso Premio Ojo Crítico y ha sido la sensación editorial durante los meses de encierro.

Que un ensayo sea el libro más vendido y no deje de despachar ediciones, bastantes meses después de su aparición, es una proeza que en España roza el prodigio. Y más si su asunto, como reza el subtítulo, es ‘La invención de los libros en el mundo antiguo’. Es decir: cómo esos griegos y romanos de los que ahora no se considera necesario dar demasiada noticia a las nuevas generaciones –ya tienen a Harry Potter y Joke– nos legaron a través del soporte librario, originalmente en rollos de papiro que se extraía de los juncos a orillas del Nilo, la ciencia y la conciencia que nos han permitido ser quienes somos.

Encadena la escritora Irene Vallejo los hitos y las jugosas anécdotas de esta historia portentosa y llena de peligros, en la que una y otra vez pudo perecer –y en algún caso, pereció– tan valioso legado, con la maestría de una narradora nata y la exquisita elegancia de una prosista que conoce la fuente griega y latina de nuestras palabras y el secreto para usarlas siempre con propiedad.

Va y viene en el tiempo y en el espacio, mostrándonos la continuidad de librerías y bibliotecas, y también, por desgracia, de quienes experimentan el oscuro afán de expoliarlas e incendiarlas.

Logra transmitirnos, gracias a su destreza y su pasión, la convicción de que con ese junco hecho papiro, y luego códice, y luego libro impreso y ahora digital, la mente humana acertó a abrir una auténtica vía de acceso al infinito y a la alegría ingente de poder transmitirlo y comunicarlo a otros, coetáneos o aún por nacer.

Como el profesor y poeta alejandrino Páladas, al que cita, y que se llamó a sí mismo «el cónsul de los muertos», Irene Vallejo se echa a la espalda la tarea de «propagar la admiración en una época desdeñosa».

Que se la lea tanto es una felicísima noticia (sobre todo en unos tiempos en los que parece que todo pasa por lo audiovisual, por esas pantallas a las que todos estamos, de alguna u otra forma, pegados la mayor parte del día).

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